Revista de Libros

El efecto clase media: crítica y crisis de la paz social. Traficantes de Sueños.

Rodríguez López, E. (2022).

El efecto clase media: Crítica y crisis de la paz social constituye la continuación sociológica del libro Fin de ciclo: Financiarización, territorio y sociedad de propietarios en la onda larga del capitalismo hispano 1950-2010, escrito junto con Isidro López. En El efecto clase media, Emmanuel Rodríguez, editor, sociólogo, historiador y analista político, plantea el presupuesto de una mayoría social moderada que sirvió al tardofranquismo, así como a la Democracia, como modelo de cambio político pacífico, integración social y prosperidad sostenida que, hoy, en la tesitura de una crisis general de las sociedades democráticas y, por ende, de sus clases medias, ya no se puede dar por sentado, a consecuencia de los enormes problemas que ha creado la economía financierizada, la cual presiona a la productiva para que sus ganancias se destinen a la esfera financiera, «de modo que quienes generan riqueza pierden nivel de vida continuamente». En esta economía, el capital:

No se ha invertido para generar actividad y prosperidad, de manera que beneficiase a la producción y el consumo, sino para extraer los ingresos que permitirían crecer. Ha secado la economía, ya que los recursos se han destinado a dividendos o recompras de acciones, o al pago de deudas e intereses, y ha impedido que empresas y Estados reinviertan en su fortalecimiento. Ha dificultado enormemente el funcionamiento de las pequeñas empresas porque ha acortado sus márgenes, ha presionado los salarios de los trabajadores a la baja, ha reducido el número de empleos y ha aumentado los precios de los bienes necesarios para la subsistencia, como la vivienda, la energía o los alimentos, a través de prácticas especulativas (Hernández, 2022).

En este escenario de financierización global, de desterritorialización neoliberal ilimitada del capital y de reterritorialización racista, nacionalista, sexista y xenófoba de los populismos de derechas social-conservadores, la tensión social ya no se da entre el capital y el trabajo, sino entre las finanzas y la economía productiva, entre los trabajadores (empobrecidos, precarios, desempleados de larga duración) y el «enemigo interno» (islamistas, inmigrantes, refugiados, migrantes). Todo ello discurre en paralelo a la crisis del estado de bienestar, del estado fiscal, del estado regulador e intervencionista, e incluso del estado nacional, así como a la crisis de las clases medias. En efecto, la crisis de la sociedad de clases medias sigue labrando su curso, de acuerdo con los efectos de la globalización financiera y la creciente desvalorización del trabajo (en el sentido de que el trabajo «valoriza» cada vez menos, de que, al menos tendencialmente, «el trabajo se vuelve una sustancia avalorizante»). También sigue su curso el creciente aumento de población excedente en términos capitalistas: población inempleable salvo «en una economía de servicios todavía en expansión, pero que viene condicionada por la infrarremuneración y la precariedad». Ello obstaculiza la formación de una nueva clase de proletarios —una nueva clase que aún debe conquistar su tiempo— que resulte en una nueva política de clase, de lucha de clases.

Ante este marco histórico de crisis, Rodríguez se propone explicar «el tiempo de la clase media», que de hecho todavía habitamos: la formación de esa pequeña «burguesía universal» por la que estamos constituidos. Nuestras sociedades, que quizás por primera vez en toda la historia de la humanidad están organizadas política, social y culturalmente en torno a esas clases medias, actualmente muestran fallas graves. En cuanto clases de orden, reacias al cambio, incluso reaccionarias, hay que definirlas según los perfiles que las convierten en muro de contención que bloquea las formas de ruptura y de conflicto de clases, un cercado entre ricos y pobres, burgueses y proletarios, y propietarios y despojados, y analizar así su papel en las crisis políticas principales de la historia reciente de España: la Transición y el 15M.

En España, las clases medias se consolidaron en el recorrido histórico del desarrollismo y la modernización —«Franco, y con él toda la nomenklatura del régimen, consideró a la clase media como su gran logro político»— mediante la creación de instituciones que ofrecieron su subordinación política al estado social/nacional de bienestar como mecanismo de organización social, contención del desorden y alejamiento del peligro de la división social avivada por la lucha de clases y la revolución «roja». Este logro político se remonta a los inicios del capitalismo inmobiliario español, en lo que se ha considerado el primer ciclo inmobiliario-financiero de la historia reciente, que arrancó en 1959 asociado a una fuerte industrialización y urbanización de España, en paralelo a una progresiva liquidación de la vieja clase obrera como sujeto social autónomo, la cual no se dio por concluida hasta prácticamente el final del siglo XX. Durante los años siguientes, se construyó un extenso parque de viviendas en propiedad —entre 2010 y 2019, por ejemplo, se vendieron más de cinco millones de viviendas a particulares—, lo que impulsó la denominada sociedad de propietarios o capitalismo popular en la jerga neoliberal thatcheriana, una «sociedad de clases medias» que encuentra en la defensa de la propiedad privada uno de sus motivos o motores fundacionales y que sobrevivió al desarrollismo franquista.

En esta sociedad, «la posibilidad de que salten las costuras sobre los asuntos generales relativos a la redistribución del poder y la riqueza está sencillamente bloqueada. Cuando la clase media es efectiva y es “dominante”, resulta impedida cualquier forma de constitución de una política de parte, de una política de clase». La consecuencia es que las clases medias han sido el efecto social y político principal del estado social/nacional de bienestar. Sin embargo, cuando la acumulación por medio de la producción de mercancías es desplazada por la acumulación por medios financieros, el Estado se convierte (o se ha convertido) en un instrumento de extracción de rentas «para los grandes agentes financieros a través de los mercados de deuda y la presión de los rating» e incentiva la conversión del patrimonio de las economías domésticas «en activos financieros y esto por la vía de la capitalización del ahorro, la conversión de las viviendas en bienes de inversión y la retirada parcial de las provisiones garantizadas por el Estado (salud, educación y sobre todo pensiones), sustituidas por medios privados de capitalización y aseguramiento individual». Como argumenta Cooper (2022):

[Después] del shock Volcker de 1979, los gobiernos demócratas y republicanos, de Reagan a Clinton, descubrieron que las persistentes reivindicaciones de la revolución social del fordismo tardío se podían neutralizar con eficacia con la democratización del crédito al consumo y estimulando la inflación de los activos. Si la inflación salarial y de la asistencia social de los años setenta parecían desconectar a la población de la familia privada y promover la proliferación de estilos de vida no normativos, la revalorización de los activos, con sus lazos con la vivienda en propiedad, se entendió como un medio para disciplinar estas demandas dentro de la lógica de la herencia. Y si la revolución de la familia del fordismo tardío no se podía revertir, se domesticaría, y se haría rentable, traduciendo las opciones no normativas de estilo de vida al idioma del crédito democratizado. La curiosa lógica temporal del crédito, su capacidad de materializar el futuro en el presente, se aprovechó aquí como medio para recuperar el deseo no normativo en la forma inherentemente regresiva de la deuda familiar privada.

El éxito del tardofranquismo, de la Transición y de la democracia en España, así como el éxito social del neoliberalismo, reside en la propia ficción «de la neutralidad social del Estado» y en la ficción que toma a la clase media occidental «como el triunfo último de una sociedad liberal y apolítica», en la medida en que el Estado y las clases medias son consideradas como poderes neutrales y garantes del bienestar general, y redefinen, más que desmantelan, «el legado institucional del estado de bienestar del siglo XX». Melina Cooper (2022) sostiene que la respuesta a la crisis de la normatividad sexual del salario familiar como eje y pilar del capitalismo de bienestar no fue la recuperación de este salario:

Sino más bien la reinvención estratégica de una tradición mucho más antigua de las leyes de pobres relativas a la responsabilidad familiar privada, con la combinación de instrumentos de reforma de la asistencia social, cambios impositivos y política monetaria. Bajo su influencia, el bienestar dejó de ser un programa redistributivo para convertirse en un inmenso aparato federal para controlar las responsabilidades de la familia privada de la población pobre, mientras que el gasto deficitario se trasladó progresivamente del Estado a la familia privada. Mediante políticas diseñadas para democratizar los mercados de crédito e inflar el valor de los activos, quienes impulsaron estas reformas intentaban revivir la tradición de la responsabilidad familiar privada con el concepto de deuda doméstica.

Tradición que se apoyaba en los activos financieros de las clases medias, que depositaron en el mercado inmobiliario sus ahorros y su inversión, «y lo hicieron absolutamente», iniciándose así una serie de «ciclos inmobiliarios» y de defensa de las reglas de juego de la propiedad privada. En este sentido, «detrás del lobby inmobiliario no solo se esconden los grandes poderes financieros, sino también amplias capas de la población que aseguran sus estatus económicos a través de sus propiedades inmobiliarias» (Carmona, 2022).

La hipótesis de Rodríguez acerca de la función que desempeñan las clases medias en la «democracia de propietarios», y concretamente dentro de la larga trayectoria del mercado inmobiliario español desde los años del desarrollismo, es que:

La clase media es el Estado, realización de la sutura de la división social en clases, articulada por el único poder que se sitúa supraclases y que es capaz de organizar formas eficaces de integración social. La clase media o, por ser más precisos, aquellas sociedades articuladas en torno a la clase media, no son una derivación de las grandes divisiones de propiedad y poder en las relaciones de producción. Ni siquiera son el resultado de la particular articulación de esta división a través de la mediación del Estado y sus aparatos ideológicos. La clase media es el Estado en tanto no existe sino a través de la intervención del Estado, en tanto es el resultado de la intervención sistemática del Estado. En este sentido, la clase media es también la constitución material del Estado democrático en su forma actual, sin la cual su propia legitimidad se vería desprovista de base.

Por tanto, si el factor determinante «de la organización de la clase media es el Estado, la clase media se define primariamente como un hecho esencialmente político, no económico. Un hecho que se articula después de la lucha de clases, no antes, esto es, que se entiende mejor como una vasta y amplia reacción contra la vieja guerra de clases. En la clase media están, pues, contenidos y finalmente neutralizados dos siglos de conflicto social. Si el Estado según Poulantzas era “condensación y materialización de las relaciones de clase”, la clase media es el mejor resultado de esa condensación como negación de la lucha de clases. El carácter político de la clase media lo es así por partida doble: como intervención política del Estado y como negación de la división fundamental en clases sociales», por lo que ya no se puede remitir el concepto de clase media a una suerte de «engaño ideológico» (una «ilusión»), sino a procesos políticos que tienen que ver con la constitución material de las denominadas sociedades de clases medias.

Desde una perspectiva actual, estas clases también pueden y deben ser explicadas «como un efecto del intercambio desigual entre los países del centro y de la periferia». Incluso, desde un punto de vista más reciente, «se podría entender el persistente declive de las clases medias de los países antes centrales de acuerdo con los efectos de la globalización financiera. La nueva división internacional del trabajo ha relegado a un estado de decadencia prolongada a multitud de regiones del viejo centro industrial de la economía-mundo, al tiempo que fomentaba procesos de deslocalización a gran escala» mundial. En consecuencia, la unidad de análisis de la estructura de clases solo puede ser la economía-mundo, en la que la desigualdad ha dejado de percibirse «en relación con una clase social relativamente homogénea, para articularse de forma “singularizada”, de acuerdo con la multiplicación de los criterios que cada cual experimenta en calidad de hombre/mujer, nacional/no nacional, blanco/de color, empleado/parado, con contrato indefinido/precarizado, hetero/gay/otro, etc.». En esta economía-mundo, si aún queda alguna clase, sin duda «se trataría de la nueva clase financiera internacional y del complejo puré de las clases medias, que acabó por englobar a una multitud de categorías y fracciones sociales, sin más unidad que la de estar por encima de la “marginalidad”, la “exclusión” o la “pobreza”». Entre ellas destacan las clases medias rentistas, con ansias especulativas, que participan a pleno rendimiento del mercado inmobiliario, enfrentadas a inquilinos precarios por el impago de los alquileres. Así, la vieja sociedad de propietarios, diseñada por el franquismo como mecanismo de integración y pacificación, «ha dado paso a un nuevo paradigma marcado por las crisis hipotecarias y el impago de los alquileres» (Carmona, 2022).

Por otro lado, en esta economía-mundo, «el único organizador posible de la pertenencia social» es un espacio social muy heterogéneo y siempre contradictorio, cuya definición última reside «en el olvido —antes que en la negación— de la lucha de clases». Una economía que renquea, en la que la clase media ha sido condenada y que acece en un tiempo en que «la crisis de acumulación actual ha dejado de anunciar un mundo nuevo y un hombre nuevo, de representar la esperanza y la aurora. Hoy la crisis solo anuncia incertidumbre, miedo, la expectativa de algo peor». Sin embargo, en el epílogo, Rodríguez sugiere que la crisis presente, vinculada a la precarización del empleo, la devaluación de los títulos y las credenciales educativas, la proletarización del trabajo profesional y la erosión del estado de bienestar, es un campo minado en el que una nueva clase proletaria «tendrá que aprender a querer la crisis, a aprovecharla para arrancar espacio para sus propias instituciones, para consolidar las formas de contrapoder que surgen en los momentos caóticos, para hacer de ellas su propio mundo y con ellas su propio proyecto». Una nueva clase con nuevas formas de política (¿de clase?) que «ya no pasan por ese apaciguador social llamado clase media», en un marco de crisis del capitalismo global, que ha sido gobernado por el capital financiero y se ha traducido en una fuerte pérdida de poder salarial para amplias capas de la población.

El libro El efecto clase media se compone de cuatro partes. En la primera, «La constitución de las clases medias en España», se presenta una breve historia de las clases medias en España distinguiendo la constitución inicial en el tardofranquismo, comparable a las nuevas clases medias de otros países occidentales, ligadas a la expansión del trabajo técnico, de oficina y burocrático, que requería «los aparatos de administración y comercialización del gran ciclo de acumulación keynesiano fordista en España». Esta es también una sociedad «ya escolarizada, urbanizada, industrializada y en la que un Estado intervencionista fue desplegando un sistema de garantías sociales suficiente como para generar un marco institucional de integración social “nacional”, capaz de expurgar, limitar o absorber el impacto de la lucha de clases que también agitó» el periodo tardofranquista y la democracia en 1978. La segunda fase de constitución de las clases medias corresponde a las formas del capitalismo financiero y su correlato, la sociedad de propietarios. En el caso español, «la extensión de la vivienda en propiedad tuvo funciones sociales en los dos grandes ciclos de crecimiento económico de la democracia (de 1985 a 1991 y de 1995 a 2007), basados en sendas burbujas financiero-inmobiliarias, la expansión crediticia y la consiguiente expansión del consumo».

La segunda parte de la publicación, titulada «Las figuras de la clase media», describe un arreglo social compuesto de materiales variables y heterogéneos, «una suerte de mixtura compleja de distintas especies de “capital”: capital económico, cultural, social, simbólico, etc.». La clase media se descompone así en distintas «figuras» que se «pueden resumir en tipos sociales característicos: el propietario, el garantizado, el padre/madre de familia, el educado, el modernizado. Ninguno de estos tipos, no obstante, se puede considerar según un modelo fijo o arquetípico. Son menos “tipos ideales” que piezas de ensamblaje del arreglo social español, piezas con altos grados de desgaste y que requieren de una continua intervención estatal».

En la tercera parte, «Crisis y recomposición de las clases medias», se expone la crisis de la clase media, que estalla de forma manifiesta hacia 2007 o 2008 «con el colapso financiero global y el derrumbe del edificio económico que había sostenido la ilusión de una clase media amplia e inclusiva durante los años previos». En este apartado, además, se cuestiona si se puede prever una recomposición de la clase media o si estamos ante un proceso de fragmentación social irreversible, difícilmente rebatible.

Por último, en la cuarta parte, «Las políticas de la clase media», se demuestra la enorme capacidad de supervivencia «de la sociedad de clases medias» en las dos crisis políticas más graves de los últimos sesenta años: la transición a la democracia y la crisis política de la década de 2010, inaugurada por el movimiento 15M en mayo de 2011. Esta última, en que la «el crecimiento económico ya no es la vía segura para el aumento de los salarios» (Standing, 2017), ha sido, por otra parte, empujada por la creciente fractura interna de las clases medias.

Ignasi BRUNET ICART