Mi herida existía antes que yo: feminismo y crítica de la diferencia sexual. Tusquets Editores.

Llevadot, L. (2022).

Limpiad, limpiad, malditas. La empleada del hogar. En J. Balló y A. Salvadó (eds.), El poder en escena: motivos visuales en la esfera pública (pp. 190-200). Galaxia Gutenberg.

Llevadot, L. (2023).

Laura Llevadot es actualmente profesora de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, en la que coordina el máster de Pensamiento Contemporáneo y Tradición Clásica. En Mi herida existía antes que yo: Feminismo y crítica de la diferencia sexual —texto organizado en cinco partes, más introducción y conclusión— y en «Limpiad, limpiad, malditas. La empleada del hogar», aborda crítica y creativamente, en pleno capitalismo cognitivo y neoliberal, «la violencia que no vemos», «el propio concepto de amor» y la pulsión de poder que se amaga tras ellos, detrás de la máscara de «la limpiadora neoliberal», construida a imagen y semejanza del «emprendedor para el que trabaja», sujeto «progre» en el que se esconde «una personalidad neurótica» que se sostiene a partir de extraños resortes de la subjetividad neoliberal, como la intimidad, el método, el género, la desigualdad y el cuerpo. Estos resortes estructuran el tráfico del deseo mediante la diferencia y el dimorfismo sexual, el binarismo masculinidad/feminidad o el dispositivo sexo/género, términos que conforman un engranaje de relaciones de poder en las que convergen prácticas que regulan la conducta de los sujetos masculinos y femeninos. En la medida en que estamos todos sujetos a ellas, nos habilitan para operar en la «normalidad», como opera «la empleada del hogar». No lograr dicha habilitación supone pasar a engrosar esa extraña enfermedad tan contemporánea, según Preciado (2022) en Dysphoria mundi, a la que la clase médica decidió llamar disforia de género y que el feminismo mainstream, anudado al deseo de dominación masculino, no ha subvertido, al engullir en su seno cualquier posible subversión o transvaloración.

Equiparado al discurso legítimo, el feminismo mainstream únicamente busca el reconocimiento institucional y se configura en un feminismo chic, liberal, con su trabajadora doméstica, que proporciona una coartada perfecta al neoliberalismo. Un feminismo «de las mujeres con poder: las gurús empresarias que predican el lean in, las femócratas que presionan por el ajuste estructural y el microcrédito en el Sur global, y las políticas profesionales en traje chaqueta que cobran honorarios de seis cifras por dar conferencias en Wall Street» (Arruzza, Bhattacharya y Fraser, 2019). Un feminismo «con la perspectiva liberal y el enfoque meramente individualista, centrado en la cuestión de los salarios en las grandes empresas y en instituciones como el Ejército» (Alabao, Cadahia, Cano, Castejón, Adelantado, Llaguno, Gil, Montero, Serra y Vila, 2018, capítulo «Feminismo mainstream: feminismos para tiempos digitales, mutaciones y nuevos retos»). Este «feminismo del 99 %» o cuarta ola feminista nos explica muy bien que la masculinidad, «la pulsión de dominio, no hace distinción de género». En este sentido, el feminismo mainstream «sufre una masculinización endémica», una feminización empoderada y altamente fálica. Sufre la enfermedad mortal de la masculinidad, «pero solo porque es la enfermedad del poder, y la masculinidad está hecha a su imagen y semejanza» (Llevadot, 2022). Una masculinidad que reserva a las mujeres «las preciosas tareas de la limpieza y la objetualidad sexual» y que no trata a todas las mujeres «por igual». Se trata de un feminismo o masculinidad chic que se aúna al capitalismo que jerarquiza los cuerpos en función de la raza, la clase y el género. No es de extrañar «entonces que, una vez empoderadas las mujeres occidentales, sean mujeres inmigrantes y racializadas las que se encarguen de los cuidados, de las tareas domésticas, que antes les estaban reservados a través del contrato matrimonial», las que se encarguen del orden y de la limpieza, «imperativos que siguen vigentes». Una exigencia metódica que los emprendedores neoliberales continúan deseando —en un deseo cada vez más cibernético— en su privacidad e intimidad (Llevadot, 2023).

La estructura de dominación o dispositivo sexo/género ha dado lugar a una reivindicación en el actual capitalismo neoliberal de la subjetividad humana asentada en un individualismo posesivo que tiende a consagrar una percepción absolutamente micro de la sociedad. Esta percepción identifica la racionalidad con la racionalidad individual y pone entre «paréntesis las condiciones económicas y sociales respecto a las normas racionales y de las estructuras económicas y sociales que son la condición de su ejercicio» (Bourdieu, 2002). A su vez, esta racionalidad domina las relaciones económicas de los dominantes y, convertida en programa político de acción, ofrece a los dominados la autonomía individual, la obligación de autoexplotarse, es decir, un conformismo generalizado, una buena voluntad individual para resolver, con soluciones particulares y privadas, los problemas sociales y públicos vinculados a la reproducción social.

Desde esta racionalidad, el capitalismo neoliberal, mediante sus grandes empresas, «fomenta el individualismo, la domesticidad y el consumismo». Un capitalismo cada vez más financierizado, globalizado y desfamiliarizado «que ya no se opone implacablemente a las manifestaciones de sexo/género queer y no-cis. Tampoco las grandes corporaciones insisten ya en una y solo una forma normativa de familia o sexo; muchas están ahora dispuestas a permitir que un número significativo de sus empleados vivan fuera de familias heterosexuales, siempre y cuando acaten las normas en el lugar de trabajo o en el centro comercial». También en el mercado la disidencia sexual encuentra un nicho «como fuente de imágenes publicitarias atractivas, líneas de productos, estilos de vida y placeres envasados. El sexo vende en la sociedad capitalista y el neoliberalismo lo comercializa en diferentes sabores». Ante esta solución, esta forma de normalizar las formas de sexo, de normalidad sexual capitalista, la cuarta ola feminista o feminismo del 99 % señala que el neoliberalismo sexual acepta como incontrovertibles las condiciones estructurales que alimentan la misoginia, la homofobia, la lesbofobia y la transfobia, incluyendo el papel de la familia en la reproducción social. Se trata, de acuerdo con el feminismo de la cuarta ola, de luchar «por liberar la sexualidad no solo de la procreación y de las formas de la familia normativa, sino también de las restricciones de género, clase y raza, y de las deformaciones del estatismo y el consumismo» (Arruzza, Bhattacharya, y Fraser, 2019).

Por lo demás, en la sociedad capitalista, las grandes compañías ofrecen a las mujeres ayudarlas «financieramente a congelar óvulos para que sigan trabajando y dejen la maternidad para más adelante». La cuarta ola feminista, «como ideario transformador», responderá a esto articulando la producción y reproducción social atendiendo al orden de género, clase y raza, y tejiendo alianzas que resistan a los procesos de mercantilización, que amplíen la protección social y que incidan en la emancipación personal y colectiva. Es decir, el feminismo dará respuesta a la justicia social y cultural, y al deseo de las mujeres y de otros sujetos oprimidos y excluidos de tener una vida propia, a la vez que luchará contra todo tipo de jerarquías de género, raza, identidad sexual, control de la reproducción de la especie, etc. (Montero, 2018). Es desde este capitalismo como se nos constituye y Llevadot (2022) lo combate desmontando el criterio de «la diferencia sexual» con el que se han organizado históricamente las sociedades y se ha ordenado nuestra vida. Desde esta perspectiva, ser mujer o ser hombre no es más que una «herida emocional» que todas las personas llevamos en nuestro cuerpo. Una herida que es política, en el sentido de que forma parte de un dispositivo político que Llevadot (2022) deconstruye argumentando «“mi herida existía antes que yo” quiere decir esto: que una estructura de dominación y humillación nos precede, que lo personal es político, y que lo político se encarna en nuestros cuerpos de maltratadores y maltratados. Fue la familia, por la vía legislada del matrimonio heterosexual, la encargada de reproducir la violencia que el Estado y el capital implantaron a través de la diferencia sexual. Reproducimos. No dejamos de reproducir. Herimos. Somos heridos», por la potencia fálica, por el logos fálico, «que siempre es masculino, aunque sea una mujer quien lo anuncie».

«La violencia que no vemos» es la violencia sistémica, la que normalizamos, el orden que se ha construido sobre la división de los cuerpos en función de meros caracteres visuales. Una división que «nos constituye como sujetos, la que hacemos pasar por erotismo, la que amamos»; la que anuda la sexualidad «al poder, la diferencia sexual a la explotación, la masculinidad al cumplimiento de la ley, el castigo y el espectáculo». La que vincula «la heterosexualidad masculina al fantasma de la homosexualidad», liga «masculinidad y patriarcado», y ata y construye a la mujer a y en la economía fálica, en la que «la afirmación del yo masculino, su falaz soberanía, pasa por la penetración, en el peor de los casos por la violación». De ahí lo que llamamos prostitución o matrimonio: transacciones económicas, construcciones estructurales del patriarcado, de las cuales se obtienen sexualidad, cuidados y descendencia a cambio de un sustento o dinero. En suma, prostitución:

A demanda a uno y otro lado del cuadrilátero. La violencia fundadora de la diferencia sexual repartió tan bien las cartas que ni siquiera la liberación de la mujer en el mundo del trabajo sirvió de nada. Sin duda, reconforta mucho pensar que solo mienten las prostitutas, que las putas hacen cosas que las mujeres decentes no hacen, cuando en realidad se parece tanto lo que hacen. Ambas coinciden en interpretar el papel que les ha sido asignado a cambio de un beneficio. Aunque las putas lo hagan de un modo expuesto y precario. Desgraciadamente el mundo de la feminidad está repleto de madres abnegadas que se prostituyen con sus maridos a cambio de sustento y que les niegan el sexo si no son suficientemente hombres para abastecer a sus familias, rebosante de princesas preciosas que fingen orgasmos porque prefieren ser deseadas antes que desear, lleno de mujeres liberadas que cambiaron las tornas y ahora son ellas las que tratan a los hombres como objeto. Todo muy triste y limitado, cierto, pero todo ello muestra que la prostitución es más estructural de lo que quisiéramos pensar y que no es solo en los márgenes de los clubes, carreteras y calles donde la hallaremos localizada para nuestra tranquilidad. Mercancía que miente, no lo son solo las putas. Abogar por la abolición resulta chistoso cuando no se ha tenido las agallas de empezar por la propia casa. Allí donde la mujer se haya construido a imagen y semejanza del objeto del deseo masculino, allí donde se reconozca a sí misma en función de su capacidad de ser deseada, la prostitución estará siempre garantizada. Y no hace falta ser bella, ni joven, ni encantadora (Llevadot, 2022).

Llevadot (2022) nos narra cómo el trabajo de las putas es la norma «que estructura el tráfico del deseo a través de la diferencia sexual». Esta diferencia estructura las relaciones de poder entre los sexos o entre los roles de actividad y pasividad, violencia y masoquismo, deseo y objetualidad, incluso entre personas del mismo sexo. La diferencia sexual es lo que arruina la relación sexual, que sí existe, por supuesto, «pero fuera de esa estructura de poder que las putas testimonian y que el común de los mortales performan a cada rato. No hay relación sexual sin deconstrucción de la diferencia sexual», de una economía fálica que ha construido lo que llamamos masculinidad y feminidad, lo que llamamos patriarcado. A consecuencia de esta economía, el propio concepto de amor no deja de ser un concepto masculino, una pulsión de poder que está detrás de lo que llamamos amor, que se remonta a la invención del amor cortés. Un invento que articula todavía nuestros vínculos, tanto heterosexuales como homosexuales, que nos impide amar, que conforma las heridas personales de todos y que constituye «la expresión de las estructuras exteriores» que nos hieren, nos subyugan y nos enferman: llámenle diferencia sexual, dispositivo sexo/género, división sexual/política del trabajo o, llanamente, género. Este invento, a partir del cual se ha construido lo que conocemos como feminidad, masculinidad y mujeres trans, pues «los que ocupan esta posición en cualquier relación se refieren a sí mismas en función de su potencial relación con el hombre», se desprende del carácter sexuado de la concepción moderna de ciudadanía, que considera la reproducción social como un problema privado «que se resuelve individualmente con dinero, con renuncias o con crisis personales o sociales que se van exportando a las regiones más pobres, hacia los más débiles».

Un feminismo preocupado solamente «por “romper el techo de cristal”, que cobró relevancia y sentido dentro de aquello que he llamado neoliberalismo progresista» (Alabao, Cadahia, Cano, Castejón, Adelantado, Llaguno, Gil, Montero, Serra y Vila, 2018, prólogo). Un feminismo que «interesa a un grupo muy privilegiado de mujeres y que, con su posición, y el ejercicio de su poder de clase, de raza, de estatus, etc., estarían apoyando y legitimando un tipo de sociedad que interpreta la jerarquía como meritocracia y logro individual, mientras mina cualquier solidaridad colectiva, y renuncia a los valores de igualdad y justicia social» que, según el esquema transformador de Fraser (2000), se deberían arbitrar «mediante mecanismos políticos que activaran tanto el reconocimiento social y cultural como la redistribución económica» (Arruzza, Bhattacharya y Fraser, 2019). Estos mecanismos deberían poner fin a dos convenciones asignadas a las mujeres por motivos de su constitución biológica: el sexo y la limpieza, «por no hablar de la reproducción asociada a ambas. En verdad, estas eran las tareas a ellas encomendadas en el contrato matrimonial que era, desde sus orígenes, un contrato laboral vitalicio en el cual a las mujeres se les expropiaba el trabajo y al que, una vez firmado, no podían renunciar. La mujer de la limpieza y la prostituta son de hecho profesionales liberadas del contrato matrimonial que escinden en dos tareas diferenciadas lo que la esposa reunía. No es por lo tanto casual que tanto Las Kellys como las trabajadoras sexuales exijan hoy los derechos de una profesión denostada desde sus orígenes, porque nunca fue reconocida como tal. Limpieza y sexo fueron desde siempre los deberes de la esposa, al menos de las de clase trabajadora, por lo que no cabe escandalizarse ante su profesionalización, sino, más bien, ante la precariedad de sus condiciones laborales» (Llevadot, 2023).

Ignasi BRUNET ICART