Universidad de Oviedo
Universidad de La Laguna
Raquel-Amaya Martínez-González
Universidad de Oviedo
Resumen. Este artículo destaca el potencial de las familias y sus asociaciones de madres y padres (AMPA) para promover la cultura democrática y participativa en los centros escolares. Se aborda el recorrido de la participación de las familias, en general, y de estas asociaciones, en particular, al amparo de las leyes educativas españolas y otros desarrollos normativos hasta la legitimación actual de su presencia en los centros. Asimismo, con el apoyo de diversas investigaciones, se analizan las barreras que obstaculizan el funcionamiento eficaz de las AMPA y les impiden avanzar más en la participación colectiva de las familias. Por último, se señalan los principales retos a los que se enfrentan los centros para reforzar la participación colectiva de las familias —especialmente en los procesos de toma de decisiones. Se pone de relieve el papel de los equipos directivos para mantener una cultura de funcionamiento democrática y participativa.
Palabras clave: Asociaciones de madres y padres del alumnado; participación; democracia; cultura escolar; relación centro escolar-familia; implicación familiar.
THE COLLECTIVE PARTICIPATION OF FAMILIES AT THE CROSSROADS: THE CHALLENGE OF THE DEMOCRATIC PARTICIPATION OF PARENTS' ASSOCIATIONS IN SCHOOLS
Abstract. This article highlights the potential of families and their parents’ associations (PSAs) to promote a democratic and participatory culture in schools. It addresses the path taken by families in general and these associations in particular under the framework of Spanish educational laws and other regulatory developments to reach the current state of legitimate participation in schools. It also uses previous research to analyse the barriers to the successful functioning of the PSAs themselves and their participation. Finally, it discusses the main challenges that schools need to rise to if they are to reinforce the collective participation of families at school, especially with regard to decision-making processes. Particular mention is made of the role played by management teams at schools in maintaining a democratic and participatory culture.
Keywords: Parents’ associations at school; participation; democracy; school culture; school-family partnership; family involvement.
Tradicionalmente las asociaciones de madres y padres del alumnado (AMPA) se han considerado como «espacios que crean las familias del alumnado para mejorar el desarrollo y educación de sus descendientes» (Cabrera-Muñoz, 2009, p. 3). Su acción más visible es quizás la de organizar actividades extracurriculares, como eventos deportivos, culturales o festivos (Feito-Alonso, 2014; Martínez-González et al., 2010). Sin embargo, sus funciones no se limitan a estas gestiones (Murray et al., 2019; Villegas, 2021). De acuerdo con Monarca y Simón-Rueda (2013) y la legislación vigente, constituyen, además, un canal de participación democrática abierto a todas las familias que escolarizan a sus hijos e hijas en el centro, y también al profesorado que lo desee, intentando promover así vías de relación empática entre ambos agentes (Andrés-Caballero y Giró-Miranda, 2016; Fisher, 2018).
Bernard-Cavero y Llevot-Calvet (2016) establecen diferentes niveles de participación de las AMPA en los centros. El primero está relacionado con acciones de logística y material (por ejemplo, la adquisición de material inventariable para el centro); el segundo tiene que ver con la gestión de servicios externos e internos del centro (como puede ser el comedor escolar, las actividades extraescolares…); el tercer nivel se asocia a la comunicación tanto con el profesorado y equipo directivo (mediante conversaciones o reuniones formales) como con las familias que escolarizan a sus hijos e hijas en el centro, de manera que se mantiene un trato regular de forma individual y colectiva; y, finalmente, el cuarto nivel se vincula con la representación institucional de las familias como colectivo en los órganos de gestión del centro y en la relación con otras instituciones. Por su parte, Gomariz-Vicente et al. (2019) señalan que las funciones de las AMPA se diversifican con cometidos que les permiten conectar con toda la comunidad educativa, lo cual da lugar a acciones muy variadas de gestión, información y formación, recreo, apoyo a las familias y representación de los intereses de estas y del centro escolar (véase Tabla 1).
Tabla 1. Funciones de las AMPA
✦ Gestión y organización de actividades para el centro escolar ✦ Organización de actividades formativas dirigidas a las familias ✦ Organización de actividades lúdicas dirigidas a las familias ✦ Organización de actividades para toda la comunidad educativa ✦ Ayuda económica a las familias en situación de riesgo ✦ Gestión y dotación de material educativo y deportivo ✦ Desarrollo de canales de comunicación entre las familias, el profesorado y el centro escolar ✦ Participación en los órganos de gestión del centro escolar ✦ Fomento de la participación de las familias en las comisiones del centro escolar ✦ Desarrollo de programas educativos y sociales ✦ Defensa de la calidad educativa y del derecho a la educación de todo el alumnado ✦ Defensa de los intereses del centro escolar ante las Administraciones |
Fuente: Basado en Bernard-Cavero y Llevot-Calvet (2016), Colom-Cañellas (2020), Dueñas-Giménez (2021), Garreta-Bochaca (2008) y Kiral y Gidis (2019).
El análisis de estas funciones permite deducir que las AMPA no solo son prestadoras de servicios para las familias y los centros, sino que están llamadas a contribuir a la cultura democrática en los centros para mejorar, en última instancia, su calidad educativa. La evolución de la normativa en materia de enseñanza ha contribuido a legitimar su presencia y su colaboración en los centros escolares y ha sentado las bases para poder construir esta esperada cultura democrática.
El ordenamiento jurídico en el Estado español ha garantizado el derecho a la educación de niñas, niños y adolescentes evolucionando hasta planteamientos cada vez más inclusivos y equitativos en el ámbito educativo (Calvo-Álvarez et al., 2016). El análisis de la legislación sobre esta cuestión también evidencia cómo estas normativas han marcado el devenir de las relaciones entre los centros escolares y las familias al reconocer, en menor o mayor grado, su derecho a participar en la educación de sus hijos e hijas, así como en los centros escolares. Los cauces para dotar a los centros de una cultura democrática son varios; entre ellos, se encuentran las AMPA como organización colectiva de las familias (Egido-Gálvez, 2015).
La Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa (LGE) supuso el primer intento de reorganización del sistema educativo antes de la llegada de la democracia. En esta ley, siguiendo los modelos europeos, se contemplaba la posibilidad de participación de las familias en el centro, bien mediante acciones formativas o mediante la creación de asociaciones de familias. De este modo, se constituyeron algunas asociaciones de madres y padres. Sin embargo, el número fue muy reducido (Rosado-Castellano y Martín-Bermúdez, 2020), lo que podría interpretarse como un «cierto fracaso» de esta iniciativa. No obstante, este impulso inicial sirvió para que las AMPA conformaran un movimiento ciudadano que ha ido creciendo de manera paulatina hasta convertirse hoy en una realidad en la mayoría de los centros, especialmente en las etapas de educación infantil y primaria (Abelló-Planas, 2010).
Por su parte, la Constitución española (1978) se erigió en una norma esencial, al alinearse con la tendencia internacional de defender los principios de equidad e igualdad (Guerra-Santana et al., 2021), lo cual cimentó el respaldo de una educación democrática y de calidad para todas las personas. La participación se convirtió en un derecho indiscutible que el Estado debía hacer efectivo (Andrés-Caballero y Giró-Miranda, 2016). La llegada de la democracia abrió así paso al derecho a la participación institucionalizada de las familias en los centros escolares y facilitó que el movimiento asociativo de padres y madres adquiriese gran importancia, no solo en el contexto educativo, sino también en el social. De esta forma, aunque la carta magna no explicitara concreciones en cuanto al asociacionismo de las familias, contribuyó a que estas comenzaran a implicarse en los centros a través del reconocimiento de su derecho a la participación (Castellanos-Claramunt, 2019). La «apertura» de los centros a las familias se ejecutó, pues, desde los propios poderes públicos en un momento crucial de la transición política, social y económica del país (Silveira-Gorski, 2016).
La Ley Orgánica 8/1985 de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación (LODE) supuso otro hito, al garantizar el derecho de las familias a participar en los centros y a formar parte de su consejo escolar. Además, en el artículo 5, se promovía el asociacionismo y se regulaban las finalidades específicas de las asociaciones tanto de madres y padres como del alumnado. Con ello, se establecieron los mecanismos básicos de la participación de las familias en el centro mediante órganos legislados y dotados de funciones concretas que les permitirían ejercer su derecho a la participación.
El Real Decreto 1533/1986, de 11 de julio, que regula las asociaciones de padres de alumnos desarrolló el artículo 5 de la LODE (1985) definiéndolas y estableciendo quiénes pueden pertenecer a ellas, así como sus funciones. Entre otros cometidos, se nombraban asistir al profesorado tutor, programar y llevar a cabo actividades propias, colaborar en las actividades educativas, promover la participación de las familias en la gestión de los centros y facilitar su representación en el consejo escolar. Además, se contempla la posibilidad de promover federaciones y confederaciones de estas asociaciones. Como limitación de esta iniciativa, cabe mencionar que se trata de una «participación como elección», en la que las familias apoyan con su voto propuestas que se les presenten, sin tener necesariamente que implicarse en su desarrollo (San-Fabián-Maroto, 2006). No obstante, supuso un impulso fundamental para la participación (Feito-Alonso, 2014), al tiempo que sentó las bases de la perspectiva comunitaria (Garreta-Bochaca, 2008) reclamando la necesidad de involucrar a más agentes de la comunidad educativa.
Cinco años más tarde, la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) reforzó el papel de las familias con dos acciones. La primera consistió en dotarlas de una mayor presencia en las etapas de educación infantil y primaria con las tutorías y la orientación educativa. La segunda medida estribó en modificar la composición del consejo escolar incorporando a una persona representante de la asociación de madres y padres, aumentando así la representatividad de las familias. No obstante, en la práctica se fomentó más la participación individual de las familias que la colectiva por medio de la relación directa de cada familia con el profesorado o con las y los profesionales de la orientación (Andrés-Caballero y Giró-Miranda, 2016).
Hubo que esperar a la Ley Orgánica 9/1995 de 20 de noviembre de la Participación, la Evaluación y el Gobierno de los Centros Docentes (LOPEG) para disponer de un articulado que desarrollase los principios de la LOGSE (1990), especialmente en lo relativo a la participación de las asociaciones de familias en los centros. Concretamente, esta ley dispuso que el consejo escolar fuera el encargado de elaborar y aprobar el proyecto educativo del centro, lo cual permitió a las familias y a las AMPA participar en este proceso. Al mismo tiempo, sirvió para subrayar el papel de las AMPA en las actividades complementarias (por ejemplo, en la gestión de servicios de comedor o de actividades extraescolares).
Pocos años después, la Ley Orgánica 10/2002, de 23 de diciembre, de Calidad de la Educación (LOCE) reorganizó los órganos de participación en lo que respecta al control y a la gestión de los centros educativos. Recortó su carácter democrático y limitó las funciones del consejo escolar, y, con ello, los derechos y obligaciones de participación de los padres y madres en los centros (Colás-Bravo y Contreras-Rosado, 2013). A continuación, la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOE) retomó los planteamientos de la LOPEG y la LOGSE recuperando diversos aspectos que resaltaban la importancia de la participación familiar en el centro escolar y ampliando su alcance. Ya desde el preámbulo, se indicaba el compromiso de colaboración de las familias con la educación de sus hijos e hijas. Además, también establecía que la participación es un valor básico de la formación y que la responsabilidad de promover la intervención de las familias recae en los poderes públicos insistiendo en el compromiso del centro con las familias. De nuevo, se hacía hincapié en el asociacionismo de las familias y del estudiantado, y se enfatizaba la implicación de las familias en la gestión de los conflictos disciplinarios en el centro. Todo ello representó un avance para la participación de las familias, ya que se generaron dinámicas adaptadas a las distintas etapas educativas (Guzón-Nestar y González-Alonso, 2019) y se destacó la importancia de la AMPA como órgano democrático.
Sin embargo, poco después, la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), restringió una vez más la participación de las familias, al reducir el consejo escolar a un mero órgano consultivo (Feito-Alonso, 2014). La única referencia explícita a la participación familiar está recogida en el artículo 119, en el cual se indica que se dará por medio de las asociaciones, en el caso de que los centros las tengan. Este tibio reconocimiento del asociacionismo no incluía la promoción de actuaciones concretas por parte de las AMPA. Sin embargo, la ley reforzó la posibilidad de las familias de elegir el centro escolar, lo que benefició a las de los sectores más favorecidos socioeconómicamente. El papel de las familias retornó a una dimensión de participación más individual que colectiva, con similitudes con marcos legislativos anteriores, como los de la LODE (1985) y la LOCE (2002).
Finalmente, la actual Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOMLOE), ha rescatado muchos de los planteamientos de la LOE (2006). En el preámbulo, se recoge la necesidad de que las familias estén implicadas en la educación de sus hijas e hijos, ya que se considera que su colaboración es relevante. Y, mediante el nuevamente empoderado consejo escolar, se las implica en la propuesta y el desarrollo de acciones educativas de diversa índole, tales como el fomento de la vida saludable, convivencia, igualdad, violencia de género y diversidad cultural, entre otras. Finalmente, se incorpora la idea de cooperación, haciendo hincapié en la necesidad de que las familias participen colectivamente en los centros y reiterando la importancia de las AMPA.
En resumen, las principales medidas normativas que se establecen son los dos órganos ya señalados: las AMPA y el consejo escolar, este último de obligada existencia en todos los centros. La participación de las familias ha ido progresando en las últimas décadas, con muchos avances y algunos retrocesos normativos, hasta convertirse en un derecho y, asimismo, una obligación irrenunciable.
Es innegable que los avances democráticos han contribuido a la participación de las familias en los centros escolares (Colás-Bravo y Contreras-Rosado, 2013; Egido-Gálvez, 2015). Sin embargo, las pruebas parecen indicar que, a pesar de todo este despliegue normativo, la participación colectiva mediante las AMPA es aún insuficiente. Las familias se acercan «tímidamente» a los centros y la participación familiar más habitual sigue siendo la individual, en especial a través de la relación con el profesorado tutor (Rodríguez-Ruiz et al., 2019). Además, muchas familias ven la pertenencia a los órganos colegiados como un trámite y perciben que las AMPA se centran más en los intereses personales de la junta directiva que en los intereses comunes (Bernard-Cavero y Llevot-Calvet, 2016). En este sentido, Fisher (2018) señala que, aunque las motivaciones de las familias para formar parte de las AMPA se centran en mayor medida en la mejora educativa, en algunas ocasiones responden a intereses personales.
Gracias a un estudio efectuado con familias con hijos e hijas en educación infantil y primaria (Martínez-González et al., 2010), se ha revelado que el 86 % estima que el AMPA es positiva y adecuada para el centro. Además, el 76 % paga la cuota de pertenencia a la asociación. Sin embargo, solo el 49 % de las familias asiste a las actividades organizadas. La presencia en las asambleas generales de las AMPA, aun teniendo un elevado número de familias asociadas y una valoración favorable, también es reducida, pues pueden estimar que no les aporta información relevante o tener muchas dificultades para acudir. En la misma línea, en el estudio de Garreta-Bochaca (2016), se apunta que, en centros educativos de infantil y primaria y de secundaria, el 52 % de las familias paga las cuotas, aunque tan solo el 14 % participa activamente.
Centrándose solo en secundaria, Santos-Rego et al. (2019) han obtenido resultados similares e indican que el 75 % de las familias están inscritas en la asociación, pero solo el 50 % suele asistir a las actividades. Algo similar se pone de manifiesto en el estudio de Rodríguez-Ruiz (2012), en el que se estima que el 44,5 % de los padres y el 54,8 % de las madres nunca o casi nunca van a las reuniones de la AMPA, si bien, en el caso de las madres, estas ausencias tienen una correlación positiva con las dificultades de conciliación familiar por cuidado de dependientes. La valoración del profesorado es aún más pesimista: de acuerdo con la percepción de la dirección de los centros educativos, solo el 15,1 % de las familias paga la cuota de pertenencia a la AMPA y un ínfimo 1 % participa en su junta directiva o en el consejo escolar (Garreta-Bochaca, 2012).
Aun con estos déficits, sean reales o percibidos, la participación familiar se ha ido afianzando y se erige en pieza clave del funcionamiento de los centros escolares. Sin embargo, es evidente que las disposiciones normativas no son suficientes por sí mismas para implantar una verdadera cultura de la implicación (Garreta-Bochaca, 2016) ni para vertebrar una participación real en los centros (Silveira-Gorski, 2016). Una combinación de factores socioeconómicos, personales, socioculturales e institucionales frenan el progreso de la participación de las familias (Bernard-Cavero y Llevot-Calvet, 2016). A continuación, se identificarán algunos de los que han dificultado que las AMPA actúen como una herramienta eficaz para promover la participación colectiva de las familias.
Aunque el 95 % de los centros cuenta con una AMPA (Rubio-Castillo et al., 2017), el número de familias asociadas ha ido disminuyendo en los últimos años (Ceballos-López y Saiz-Linares, 2019). La crisis económica de las últimas décadas ha afectado a la capacidad adquisitiva de las familias españolas y posiblemente ha influido en esta merma, así como en la del alumnado inscrito a las actividades extraescolares organizadas por las AMPA. Sin duda, estos descensos han repercutido en los medios de financiación de las asociaciones, agravados por los recortes en las subvenciones y ayudas de las Administraciones (Bernard-Cavero y Llevot-Calvet, 2016).
No obstante, al margen de la cantidad de familias asociadas, es innegable que la implicación más activa se reduce a muy pocas familias. Concretamente, según concluye Rubio-Castillo et al. (2017) tras llevar a cabo su estudio, la mitad de las AMPA cuentan con menos de diez madres/padres activos y solo el 20 % tiene más de veinte, con una clara presencia de madres frente a padres (80 % madres), lo cual pone de manifiesto la desigualdad de género característica de las tareas educativas y de crianza. Estos datos indican que el mantenimiento de las AMPA se lleva a cabo gracias al compromiso altruista de un pequeño número de personas (sobre todo, madres), que gestionan las asociaciones y dinamizan sus actividades con recursos muy precarios (falta de espacios, ordenador, teléfono…) (Andrés-Caballero y Giró-Miranda, 2016).
Otro aspecto relevante es la configuración de la junta directiva, dado que su capacidad de liderazgo constituye un elemento fundamental para el éxito de la asociación (Bernard-Cavero y Llevot-Calvet, 2016). La mayoría de las familias no están formadas para asumir dicho cargo y tampoco suelen tener conocimientos adecuados sobre cómo gestionar una asociación o sobre cómo fomentar la participación de las demás familias. La gerencia de las AMPA es compleja y similar a la de una pequeña empresa e incluye cuestiones propias a la asociación y al centro escolar (Rodríguez-López, 2014). Para ello, pues, es necesario contar, al menos, con conocimientos sobre asociacionismo, legislación educativa y funcionamiento de los centros escolares (Gomila-Grau et al., 2018). Sin embargo, las familias no reciben formación para desarrollar su rol parental y mucho menos para aprender a participar en los centros escolares (Hernández-Prados et al., 2019), realidad que es extensible al contexto internacional (Villegas, 2021). Por último, hay que tener en cuenta el carácter temporal de los cargos, acotado al período de permanencia de sus hijos e hijas en el centro, lo que influye en la continuidad de los proyectos emprendidos (Garreta-Bochaca, 2016).
No obstante, la causa principal de la falta de participación de la mayoría de las familias sigue siendo la existencia de problemas de conciliación laboral, personal y familiar, tanto en el ámbito nacional como en el internacional (Kiral y Gidis, 2019; Rodríguez-Ruiz et al., 2016). Además, los horarios cortos y rígidos de los centros escolares restringen los tiempos tanto para participar en actividades colectivas como para atender individualmente a las familias. A estos escollos, se suma la distancia geográfica que puede haber entre el centro y el domicilio familiar, así como la diversidad cultural y lingüística u otros aspectos socioculturales que actúan como barreras para la interacción (Ceballos-Vacas y Trujillo-González, 2021).
Un último aspecto que conviene considerar es la calidad de los procesos y canales de comunicación e información. Las AMPA están supeditadas a exigencias burocráticas y deben estar centradas en los asuntos colectivos, por lo que se puede llegar a percibir que no siempre responden a las necesidades específicas de las familias (Ceballos-López y Saiz-Linares, 2019). Es imprescindible que las AMPA cuiden la información que transmiten y el modo en que se comunican para construir una imagen ajustada a su realidad y facilitar la participación de las familias.
De igual modo, se debe orientar la comunicación entre el centro escolar y las familias a lograr una mayor confianza, empatía y coordinación. Los canales de comunicación entre los centros y las familias se han ido ampliando gracias a las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), pero, en general, se utilizan con una finalidad simplemente informativa (Garreta-Bochaca, 2015), que tiene poco que ver con transmitir cercanía y calidez. Aunque las TIC se han convertido en un aliado valioso, la presencialidad y la comunicación informal siguen siendo valoradas de manera positiva por las familias (Macià-Bordalba, 2019). Por ello, es crucial reforzar las competencias comunicativas del profesorado y mejorar así su rol en el fomento de la participación familiar (Guerra-Santana et al., 2021).
El contexto escolar se caracteriza por una insuficiente cultura democrática, ya que sitúa a las familias en un papel en el que realmente es difícil que puedan influir en la toma de decisiones en los órganos de representación (Ceballos-Vacas et al., 2019). La composición del consejo escolar, con un peso mucho mayor del profesorado, deja en franca minoría a las familias, que quedan relegadas a un rol secundario y consultivo que poco tiene que ver con el derecho a participar (Gomariz-Vicente et al., 2019). Por ello, no es de extrañar que las familias opten por no participar, ya que se sienten impotentes al no disponer de oportunidades reales para dar su opinión y hacer valer sus posturas (Parra-Martínez et al., 2014). Una opinión sin la que es difícil imaginar un funcionamiento democrático y participativo (Consejo Escolar del Estado, 2014).
Existen aún centros en los que impera una cultura profesionalista que coloca a las familias en un plano muy asimétrico respecto al profesorado, de mofo que se obvia su voz y la del alumnado. En este marco, la participación no se negocia, sino que es el profesorado el que decide cómo y cuándo pueden participar las familias (Escobedo-Peiro et al., 2017; Gomariz-Vicente et al., 2017) y, muchas veces, reduce su papel a la intendencia y a la prestación de servicios (García-Sanz et al., 2020). Las familias, en esta lógica, se perciben como un agente intruso en los centros (Consejo Escolar del Estado, 2015; Gartu, 2017) y las AMPA. como un órgano al que recurrir solo para delegar acciones concretas de tipo cultural, deportivo o extracurricular (Llevot-Calvet y Bernard-Cavero, 2015).
Sin llegar a la situación anterior, en los centros no se suele observar la necesidad de potenciar las posibilidades de participación de las familias (Colom-Cañellas, 2020). Rubio-Castillo et al. (2017) señalan en su estudio que las juntas directivas de las AMPA con frecuencia perciben barreras del equipo directivo del centro relacionadas con su falta de confianza en las familias. Por ello, se aboga por un liderazgo más distribuido entre las familias y el centro, con plena aceptación de que las familias tienen derecho a participar, al igual que el alumnado y el profesorado (Cárcamo-Vásquez y Gubbins-Foxley, 2023). En este sentido, el equipo directivo es clave para propiciar un cambio de cultura escolar hacia la participación democrática (Bolívar-Botía, 2007) subrayando la necesidad de llegar a acuerdos mutuos sobre los roles por desempeñar, de asumir responsabilidades conjuntas y de mantener relaciones basadas en el respeto y la confianza (Rodríguez-Ruiz et al., 2016).
Así mismo, la responsabilidad de renovar la junta directiva de las AMPA no depende solo de las familias, sino también de los centros y, sobre todo, de la implicación de los equipos directivos (García-Sanz et al., 2020). Para todo ello, se precisa que las familias sean bienvenidas e invitadas a participar (Rodríguez-Ruiz y Hervella-Fariñas, 2023). Sin embargo, las familias no están bien informadas sobre sus posibilidades de participación: solo la mitad dispone de suficiente información sobre las elecciones y funciones del consejo escolar o sobre quiénes son sus representantes (Colom-Cañellas, 2020), lo que puede ocasionar que algunas familias socias no se sientan capacitadas para participar o no se atrevan a ello (Gomariz-Vicente et al., 2019).
A estas necesidades, se añaden las dificultades internas de las AMPA, pues prácticamente todas juzgan necesaria una mayor colaboración de las familias, que en un 69 % no desean formar parte de la junta (Gomariz-Vicente et al., 2019). En este mismo estudio, también se indica que el 75 % de las familias tienen dificultades para implicarse, la mayoría por problemas de conciliación familiar. Sin embargo, conviene resaltar que hay un sector importante que simplemente no está interesado en implicarse y adopta una relación clientelar con el centro, delegando funciones en el profesorado que en realidad les competen como progenitores (Usategui-Basozábal. y del Valle-Loroño, 2009). Los centros y las familias activas aluden a este activismo tan reducido argumentando como causa las limitaciones y diferencias culturales de las familias reacias (García-Cano-Torrico et al., 2015).
Por último, es necesario añadir que las vivencias del profesorado en torno a algunas familias «hostiles y agresivas» pueden producir un rechazo generalizado hacia la participación de las familias, a quienes se percibe en ocasiones como un grupo homogéneo que conviene mantener a distancia y redirigir hacia funciones secundarias (Ceballos-Vacas et al., 2019). Esto motiva que algunos centros se sientan intimidados cuando la participación de las familias es significativa y más si está organizada colectivamente en las AMPA; sobre todo, si manifiestan algún desacuerdo con el centro o con la acción educativa del profesorado, puesto que lo interpretan como una injerencia inaceptable de las familias (Giró-Miranda y Andrés-Caballero, 2018). No obstante, es cierto que, ante el descontento educativo o ante el rechazo de su colaboración con el centro, la mayor parte de las familias resuelve guardar un discreto silencio, desafectarse y desligarse de la participación, al no sentirse parte del mismo. Precisamente, lograr un sentimiento de pertenencia constituye el factor más determinante a la hora de propiciar la implicación familiar en los centros (Gomariz-Vicente et al., 2017).
La normativa educativa es meridianamente clara: los centros escolares deben fomentar en su seno la cultura democrática. De este modo, se facilitan procesos consensuados de toma de decisiones en un clima distendido de convivencia en el que toda la comunidad educativa tiene cabida. Aunque se debe promover la participación de todos los colectivos de la comunidad escolar, las ventajas particulares de la implicación de las familias no admiten discusión, ya que la adecuada relación centro escolar-familia es un indicador primordial de la calidad de los centros (Martínez-González y Pérez-Herrero, 2006).
La evolución de la legislación educativa, con sus retrocesos y sus avances, ha facilitado que se implante la participación democrática de las familias en los centros. Una de las vías para desarrollar la participación colectiva de las familias ha sido la creación de las AMPA, aunque no todas las familias se asocian a ellas, especialmente en secundaria (Abelló-Planas, 2010). En síntesis, la legislación es condición necesaria, pero no suficiente, para potenciar una verdadera cultura democrática en los centros escolares y hacer valer la voz de las familias (Consejo Escolar del Estado, 2014).
Existen diversos factores que frenan el potencial de estas asociaciones para actuar como un verdadero motor de la participación familiar en los centros escolares, el más sobresaliente de los cuales son las dificultades de la mayoría de las familias para conciliar su vida personal, familiar y laboral (Rodríguez-Ruiz et al., 2016). Las AMPA se sirven del altruismo y de la voluntariedad de unas pocas familias (en general, de las madres, lo cual pone de manifiesto un fuerte sesgo de género) para sacar adelante sus labores (Andrés-Caballero y Giró-Miranda, 2016).
En general, a las AMPA se las ha dirigido a asumir funciones complementarias delegando en ellas la prestación de servicios educativos complementarios al centro: fundamentalmente la organización de actividades informativas, formativas, culturales o deportivas para el alumnado en horario extraescolar o el apoyo de funciones y servicios del centro como la biblioteca o el comedor escolar (Garreta-Bochaca, 2016). Sin embargo, carecen de peso en la toma de decisiones y se les marcan límites para su participación en los procesos educativos (Ceballos-Vacas, 2019; García-Sanz et al., 2020), de modo que se las desvía hacia la participación individual.
Todo ello revela que la cultura democrática no ha permeado en todos los centros, algunas veces debido a un marco profesionalista que no termina de aceptar el pleno derecho de las familias a participar en la educación de sus hijas e hijos (Cárcamo-Vásquez y Gubbins-Foxley, 2023; Escobedo-Peiro et al., 2017). El cambio de cultura escolar hacia la participación democrática depende en gran medida de las actitudes del profesorado hacia las familias, y especialmente del equipo directivo, así como de la aceptación y valoración de su contribución como aliadas en el proceso educativo (Rodríguez-Ruiz y Hervella-Fariñas, 2023). Esta falta de cultura democrática también está presente entre las familias, a pesar de que la mayoría juzguen las AMPA positivamente y se encuentren asociadas (Martínez-González et al., 2010). La relación clientelar de algunas familias con las AMPA es similar a la que pueden mantener con los centros (Usategui-Basozábal y del Valle-Loroño, 2009), al percibirlas como prestadoras de servicios y delegar en ellas funciones y tareas.
La superación de todas estas barreras requiere la implicación directa y decidida del colectivo docente y de sus equipos directivos (Casado de Staritzky y Galiano-Ceped, 2014). La legislación ha dejado claro que los centros son los encargados de garantizar el derecho de las familias a participar en la educación de sus hijas e hijos. Y este derecho no solo debe ejercerse de modo individual en las tutorías, enfocadas al interés de cada familia en lo que concierne a sus hijas e hijos de modo particular. Por lo tanto, los centros han de tomar la iniciativa para fomentar una cultura participativa promoviendo la implicación individual y colectiva de las familias (Rodríguez-Ruiz et al., 2019). El equipo directivo, en especial, tiene la llave para sellar alianzas en la comunidad escolar y para difundir una cultura de participación y de calidad educativa (Bolívar-Botía, 2007).
Con todo, no se puede dar por hecho que toda la comunidad escolar sabe cómo participar y fomentar la participación. Este tipo de saber resulta muy escaso en la formación docente inicial y en la continua (Giró-Miranda y Andrés-Caballero, 2018; Gomila-Grau et al., 2018; Vallespir-Soler y Morey-López, 2019). En consecuencia, el profesorado y las familias precisan de acciones formativas que les ayuden a dinamizar la participación de un modo estructural y no solo mediante acciones puntuales o esporádicas (Martínez-González et al., 2000). A este respecto, se han de considerar, como sostienen Hernández-Prados et al. (2019) y Vallespir-Soler y Morey-López (2019), las necesidades de formación expresadas por el profesorado y por las propias familias, y desarrollarse, cuando sea el caso, de forma conjunta con ambos colectivos (León-Carrascosa y Fernández-Díaz, 2018).
En suma, las AMPA pueden convertirse en agentes de gran valor para el logro de la calidad educativa gracias a la participación activa de las familias (Epstein, 2001). Pueden actuar mediante la planificación y el desarrollo de los proyectos educativos del centro o bien en líneas de actuación necesarias en cada centro (Egido-Gálvez, 2015) si se sienten bienvenidas y reconocidas como parte de él (Hernández-Prados et al., 2019). En palabras de Ceballos-López y Saiz-Linares (2021), se trata de vincular a las familias con las AMPA y con el centro fomentando su sentido de pertenencia y haciéndolas sentir que forman parte de un proyecto común. Pero, para ello, los centros deben favorecer una cultura democrática y promover una actitud positiva hacia la colaboración con las familias (Consejo Escolar del Estado, 2014). Todo ello con el convencimiento de que el pacto entre los centros y las familias, llevado con empatía, respeto y confianza, redundará en beneficios para toda la comunidad educativa (Rodríguez-Ruiz et al., 2016).
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