Pensamiento y acción. Barcelona. Libros del Zorzal.

Bourdieu, P. (2023).

Pierre Bourdieu (Denguin, 1930-París, 2002) es un referente intelectual del siglo XX, tiempo de paranoias de autocracia, opresión o dominación que tenían como modelo el denominado régimen totalitario, el cual, tras obtener el poder —el monopolio del poder político conquistado—, lo usaba «para destruir el Estado liberal y la democracia» (Gentile, 2015) mediante el modelo de guerra total. Un patrón sin límites y con una enorme capacidad expansiva, prueba de una regresión de la civilización (Todorov, 2008). Ya normalizado, ese modelo de guerra total fue el paradigma del exterminio de Hiroshima, del bombardeo aéreo que mata desde lejos, un modelo de vertical y radical negación del otro, que complementó al de Auschwitz, modelo de exterminio horizontal del otro (Alba Rico, 2017, 2018). Sin embargo, Bourdieu también es un referente del siglo XXI, tiempo de numerosos shocks —pandemias y confinamientos; dificultades en las cadenas de suministro; estanflación; redes de bulos; guerras en Ucrania y Oriente Próximo; maltrato y arrogancia antropocéntrica; cambio climático, demográfico y migratorio; crisis energética, brechas territoriales y de género…—, conmociones que nos hunden en el horror y el terror de la pobreza, la desigualdad y la exclusión, y que hacen difícil quitarse los anteojos distorsionadores de la ideología, y asumir así que lo principal es que la realidad no se puede (re)producir sin la llamada mistificadora de la ideología. La máscara, argumenta Zizek (1992), «no encubre simplemente el estado real de cosas; la distorsión ideológica está inscrita en su esencia misma».

En este siglo XXI, cuya base material «fue provista por el comienzo de una economía de consumo masivo a finales del siglo XIX» (Skidelsky, 1982, p. 21), el mito de la libre competencia que nos llevará a «la edad de la abundancia y riqueza» encubre una realidad de concentración empresarial, de poder económico desmesurado y de plataformas tecnológicas que priorizan las ganancias y precarizan sectores importantes de trabajo con un neotaylorismo fomentado por una nueva división entre trabajo manual (ejecución de tareas de logística de entrega de productos) e intelectual (programación para la economía de plataformas) (Fernández Rodríguez, 2022). Un mundo ya asomado, señala Agamben (2018), en el horror «descivilizatorio» de la «nuda vida», de la intensificación de la biopolítica que se desarrolla mediante la generalización del «estado de excepción», de vulnerabilidad y violencia extrema, un «estado de cosas que se encuentra excluido del régimen legal de la soberanía y, al mismo tiempo, está incluido en la esfera jurídica de la soberanía». El estado de excepción, «fuerza sin ley», que se ejerce, paradójicamente, en nombre de la ley, «es un espacio de indeterminación en el que la acción legal y acción ilegal, derechos y hechos, se vuelven indiscernibles», en que toda determinación jurídica queda desactivada, «en que queda solamente la violencia infinita del soberano, que actúa y produce acontecimientos que son, al mismo tiempo, norma y excepción». Estado en el que culmina la política moderna «como ejercicio del poder sobre la vida, en el que todas las dimensiones de la vida están al alcance de la arbitrariedad de una violencia sin limitación legal» (Valls Boix, 2020, pp. 28 y 31). Un estado permanente de excepción que hoy no renuncia al uso de redes de ordenadores y megacomputadoras (Tegmark, 2018) que, en palabras de Riechmann (2015), convierten al XXI en el siglo de la Gran Prueba o colapso ecológico-social.

Ya en este siglo Bourdieu ha continuado ofreciendo en esta centuria sus propias armas intelectuales y los resultados de sus trabajos empíricos en apoyo, en primer lugar, a la idea de que no se puede pensar a un individuo humano sin su contexto social; de que el individuo no es una entidad exterior a lo social, a variables explicativas tan importantes como las de clase, origen étnico o género, ni lo social es una entidad exterior a los individuos, a las agencias sociales o humanas, socialmente significativas, intencionales o no, como las consecuencias no intencionales de la acción humana intencional. Desde esta perspectiva, lo relevante es asumir que «la tesis fuerte del socioconstructivismo, de hecho, nunca fue la de la construcción de la realidad, fue, en rigor, la de la construcción social del conocimiento de la realidad» (Larrión, 2023, p. 14), como la tesis de Butler (2020, p. 33) de que las uniones de personas en situaciones precarias «constituyen las condiciones infraestructurales provisionales de lo social al mismo tiempo que denuncia su desaparición; prefiguran de un modo transitorio los principios que deberían regir idealmente la vida política de una manera perdurable». De hecho, la unión se resiste «a ser privada de la posibilidad de una vida vivible, privada de movilidad, de expresión, techo, pertenencia, estatuto jurídico, empleo, libertad».

Para Bourdieu (2003), como para Elias (1990), el objeto de la sociología son los individuos interdependientes (Hernando, 2012) y ecodependientes (Riechmann, 2015). La propia idea de individuos es una novedad histórica, una configuración ideológica de la modernidad (Dumont, 1987), que no se puede desvincular de ese hecho —nuestra vulnerabilidad e interdependencia (Butler, 2006). Tampoco se puede desligar de que, en la modernidad, la sexualidad constituye una forma de gobernabilidad de los individuos, el lugar de objetivación y de individuación en la sociedad occidental. Una forma de gobernabilidad, de relaciones de fuerza y de dispositivos de saber y de poder, que afecta también al mismo concepto de género, el cual se refiere en esencia «a las diferencias en el grado de individualización de varones y mujeres», e incluso al hecho de que, en la modernidad capitalista, la individualización ha sido histórica y mayoritariamente «individualización masculina» (Hernando, 2012, p. 43), y exceso de presentismo del hombre en los nichos laborales (Gobin, 2023).

En este sentido, la sociedad moderna, la denominada modernidad, es una combinación de capitalismo y machismo, de prevalencia del capital y del varón, que consolidó la Revolución Industrial. Como afirma Ciccia (2023, p. 36), esta revolución «solo fue posible por el genocidio indígena, un genocidio que fue también epistémico». Sin embargo, hay que hacer dos puntualizaciones. La primera es que «los procesos de modernización no fueron intraeuropeos». La segunda tiene que ver con que

la expansión colonial no solo dio lugar a cambios económicos que posibilitaron la industrialización y el capitalismo, dado que las nuevas formas de producción implicaron, al mismo tiempo, nuevas formas de reproducción, una nueva visión del mundo, de la naturaleza y, de manera más sincrónica, una reinterpretación de los cuerpos. Dicha reinterpretación, que supuso el desarrollo de una ontología moderna del cuerpo, fue sobre la base de la racialización y la sexuación como procesos simultáneos.

En segundo lugar, Por otra parte, Bourdieu insiste en que no elabora un saber sociológico al servicio de la justificación del statu quo, de una concepción sin duda liberal en el sentido clásico o en el neoliberal actual, como hacia Furet (1980, 1995). La concepción del sistema económico actual reduce la moral misma al derecho de compra-venta suponiendo que la predisposición al consumo es plenamente natural, una hipótesis que de forma obsesiva mediante la denominada soberanía del consumidor se repite en el capitalismo presente, de individualismo feroz, junto con una obcecación «enfermiza» por liberar al individuo de interdependencias y ecodependencias, y colocarlo en la máxima ignorancia de vivir en sociedad, hasta el punto de creer incluso que «con las bombas atómicas sobre Japón se habrían acabado para siempre las matanzas, los crímenes contra la Humanidad, la barbarie de la guerra. Nada más falso. Entre 1947 y 1991, duración oficial de la Guerra Fría, hubo al menos 70 guerras calientes y peludas, antiguas y perrunas, en las que murieron tantos millones de seres humanos como en la Segunda Guerra Mundial» (Alba Rico, 2017, p. 67). Ante esta barbarie, ante este acto amoral de violencia en beneficio de las élites depredadoras dominantes, el pensamiento liberal, como el de Furet, en la línea de Aron (2017), se entretiene en una hábil demolición de lo que denomina dogmas del pensamiento progresista, es decir, las cuestiones de la igualdad, la democracia y la tiranía. Una barbarie que el modelo productivo chino acoge imponiendo a sus trabajadores condiciones altamente precarizadas y recortando derechos laborales y sociales (Fernández Rodríguez, 2022).

En contra de estas falsedades y legitimaciones, acentuadas por el modelo actual de internet, que favorece que las grandes empresas y plataformas tecnológicas del gig economy (Google, Facebook, Amazon Web Services, Salesforce, Spotify, Netflix, Uber, Airbnb…) maximicen sus beneficios comercializando con extremada flexibilidad —a golpe de clic— la experiencia subjetiva y la información del conjunto de los usuarios, manipulando, extrayendo, analizando, manipulando cantidades ingentes de datos, Bourdieu efectúa una teorización política de alto nivel. Así, pone su trabajo al servicio de un saber comprometido con los derechos humanos y contrario a la epidemia actual de nacionalismo xenófobo y populismo neo- o posfascista que aspira a la homogeneidad étnica, lingüística e incluso religiosa. Un saber «liberador» frente a un presente histórico y social que reduce la moral misma, por la propia dinámica de la actual era de capitalismo tecnológico y mercados financieros, altamente mafiosa y globalizada, a los valores de mercado, al derecho de compra-venta o al poderío de la mercadolatría. Esta moral impone como único sujeto de derecho, siempre variable, a la fragilidad, la precariedad laboral o un asunto, «altamente sencillo» en una economía competitiva, de elección y racionalidad individual, que otorga al consumidor la máxima libertad particular para garantizar el óptimo social.

Una economía de construcción y destrucción, creadora permanente (Schumpeter, 2010), que en los distintos capitalismos (de mercado, burocrático, autoritario, político) va acrecentando la brecha entre quienes controlan el capital y quienes no, que da vía libre a las plataformas digitales y a las corporaciones para acumular más poder de mercado, sobre el mercado, poder para explotarlo, para reproducir las relaciones sociales capitalistas (Holloway, 2002), pero que, eso sí, necesita cada vez más el amparo de autocracias mafiosas, sectarias, verticales, antidemocráticas y más militarizadas que «democratizan la violencia», o al amparo de nuevas formas de manipulación, violencia política, desinformación y noticias falsas, al servicio de la (re)producción del orden militarizado de dominación capitalista, altamente jerárquico, rebosante de jerarquías y divisiones de clase, género y etnia, entre otras. Un orden en el que está ausente «la idea de poder-con o poder como influencia no coercitiva» (Gordon, 2014).

La reproducción se ha visto acelerada a gran velocidad por el actual turbocapitalismo tecnológico o digital que, en su vocación totalizante no ya de extender el dominio del capital a todas las dimensiones de la producción y a todos los dominios de la vida social, sino de intensificarlo, ha refutado la convicción marxista de que el capitalismo, mediante la potencia antagónica de la clase obrera, estaba destinado a ser una fase pasajera «del largo avance histórico de la humanidad» (Hobsbawm, 1993), al tener que hacer frente al avance global de la revolución, cuyas fuerzas se agruparon, después de la Segunda Guerra Mundial en torno a la Unión Soviética, configuración política surgida de la Revolución de Octubre de 1917. Con todo, una de las ironías que nos deparó el siglo XX fue que el resultado más perdurable de esta revolución, que tenía como objetivo acabar con el capitalismo, fue, además de acelerar poderosamente la modernización de países agrarios atrasados, el de «haber salvado a su enemigo acérrimo, tanto en la guerra como en la paz, al proporcionarle el incentivo —el temor— para reformarse desde dentro al terminar la Segunda Guerra Mundial y al dar difusión al concepto de planificación económica, suministrando al mismo tiempo algunos de los procedimientos necesarios para su reforma». Dicha reforma creó una economía mundial universal cada vez más integrada, «cuyo funcionamiento trascendía las fronteras estatales y, por tanto, cada vez más también, las fronteras de las ideologías estatales» (Hobsbawm, 2013, pp. 17-19).

Una economía mundial en la que «entre 1956 y 1974 se desarrolló un curioso comercio: Europa occidental y Estados Unidos exportaron las ideas e instituciones liberales decimonónicas al mundo en vías de desarrollo. Mostrando al Occidente capitalista como un modelo que emular e instando a la adopción de sus hábitos y prácticas; a cambio recibieron mitos revolucionarios y prototipos calculados para desafiar a su propia anodina (y relativa) prosperidad. La Unión Soviética emprendió un intercambio similar. Ella también exporto una ideología decimonónica —el socialismo marxista— y recibió a cambio el más bien espurio vasallaje de nuevos aspirantes a revolucionarios, cuyas actividades arrojaron un breve y retroactivo brillo de credibilidad sobre la desvaída herencia bolchevique» (Judt, 2015, p. 94), contaminada por uno de los símbolos de violencia y perversión que ensucian también al bolchevismo: la construcción de los campos de concentración, pues los hay de muchas clases, además de los campos de exterminio nazi (Lowe, 2015).

Con este peculiar comercio, a finales de la década de 1970 la economía mundial viró hacia un capitalismo totalizante de laissez faire, «en extensión y en intensión», lo cual aceleró el impacto ambiental y económico de los residuos producidos. Esta aceleración estuvo motivada por un interés pecuniario y se vio favorecida por la capacidad de conectar «tecnologías, acumulación, mercancía y deseos». Es por eso por lo que conviene observar el capitalismo como mucho más que un modo de producción: «es una civilización global», un imperio inmanente a la realidad y con una alta inestabilidad política de auténtico terror (Ucrania, Nagorno Karabaj, Siria, Irán, Israel, Gaza, Libia, Sahel…) que, mediante una red global de ordenadores y máquinas cada vez más «inteligentes», entrelaza de tal manera «el progreso tecnológico y la voluntad individual que ya no es posible separarlo del destino de la humanidad» (Alba Rico, 2017, p. 219). Tampoco es posible distinguirlo del reciente estatuto que ha adquirido el trabajo inmaterial ni de la nueva forma de soberanía política que Negri (2005) y Hardt (2005a) denominan imperio: un orden económico y político que ya no tiene una fuente de legitimación exterior. Una civilización consolidada por la crisis global del capitalismo social en las décadas de los setenta y los ochenta del siglo XX, la cual «ha llevado a una revitalización de la creencia en una empresa privada y un mercado irrestrictos; a que la burguesía haya recuperado su confianza militante en sí misma hasta un nivel que no poseía desde finales del siglo XIX y, simultáneamente, a un sentimiento de fracaso y una aguda crisis de confianza entre los socialistas» (Hobsbawm, 1993, p. 14).

La civilización solo puede funcionar creciendo y expansionándose. Al interconectar todo el mundo y abandonarlo a lo que se suele llamar tecnolatría, lo arrastra también a un colapso mundial y a un terrorismo global conformado por fascismos notorios y nostálgicos del nazismo, que pregonan que la fuerza no entiende más que de fuerza (Brown, 2023). Ningún milagro, ni técnico ni político, ni ningún supuesto capitalismo verde «podrá alargar sustancialmente su camino» (García, 2013) por la obviedad de que «no es posible el crecimiento económico indefinido dentro de una biosfera finita» y por estar ciegos a la «crisis civilizatoria actual que es el metabolismo ecológico-social» (Riechmann, 2015, pp. 242-243).

Por eso, nuestra normalidad «va a ser la catástrofe», ya que el capitalismo —que constituye «una fantasía autodestructiva», como así fue la propia Unión Soviética, un régimen que, de hecho, era una economía capitalista disfrazada, y cuya caída representa la condena de una rama perversa del propio capitalismo, y no del socialismo (Basu, 2013)—, el capitalismo, decíamos, solo puede funcionar creciendo (Riechmann, 1991) y hoy día crece ya sin necesidad del Estado nacional. Solo requiere de corrupción y de mafia, que «como demuestran en la actualidad Rusia y China, son instrumentos fundamentales de la “acumulación originaria”, así como han constituido siempre la normalidad financiera y empresarial de los países de la periferia». Solo en Europa y solo durante unas pocas décadas ha habido

Estado al mismo tiempo que capitalismo, y lo ha habido por dos motivos circunstanciales: porque solo allí el capitalismo se podía permitir el Estado y aplicar el «irrealista» programa socialdemócrata como resultado de la presión popular, y porque, aún más, solo allí, en el marco propagandístico de la Guerra Fría, era funcional y necesario. Pero como la acumulación originaria no acaba nunca, incluso en los mejores años de la posguerra y en los países más «estatalizados» la corrupción estuvo siempre presente; y como las crisis (de beneficios) entrañan desregulación de la economía y sobreexplotación del trabajo y activan nuevos procesos de acumulación originaria, retoñan hoy con particular vigor, en todos los rincones del mundo, la corrupción y la mafia; ambas ya se han visto «normalizadas» (Alba Rico, 2017, p. 187)

es decir, se ha establecido la barbarie en espacios altamente urbanizados, los cuales han configurado, como afirma Ramón Fernández Durán (Riechmann, 2015, p. 185)unas nuevas Sociedades de masas multiculturales altamente desestructuradas, de un individualismo intenso, afincadas en el hedonismo insolidario y en las que las pocas estructuras comunitarias reales que permanecen se dan principalmente, y en todo caso, en el seno de las distintas colectividades étnicas de inmigrantes. Es decir, en los escalones más bajos de la estructura social y como forma también de protección, apoyo y resistencia, especialmente socio-cultural.

Este capitalismo se halla en rapidísimo crecimiento (de tipo exponencial), es decir, bajo un continuo proceso de acumulación originaria, siempre incompleto por la espera de más crecimiento. De carácter oligárquico, junto con la población y otras magnitudes asociadas (la emisión de contaminantes como los gases de efecto invernadero, la artificialización de superficies y destrucción de ecosistemas, el uso de combustibles fósiles y otros recursos naturales, etc.), dentro de un sistema cerrado como es la biosfera finita que habitamos, «nos acerca a un desenlace fatal» (Riechmann, 2015, p. 43), al «genocidio estructural» y a nuestra complicidad, de lo que nos hablaba el teólogo costarricense de origen alemán Hinkelammert. Una idea que, según Alba Rico (2017, pp. 105 y 106), implica la acusación de que «las estructuras que nos abocan a este desenlace fatal no se imponen solas, sino que necesitan de decisiones políticas que las mantengan en marcha, decisiones políticas que eventualmente podrían también desactivarlas».

Mediante políticas criminales, estos dictámenes bloquean el derecho universal al movimiento, una lógica perversa «que acepta que los derechos de los europeos están por encima de los derechos humanos y que hay que defenderlos de los derechos de los no europeos, reflejo de la voluntad concreta de los gobiernos capitalistas que explotan la estructura tecno-mercantil del mundo», la cual «distingue entre turistas, emigrantes y refugiados». Estos modos de subjetivación son el resultado del capitalismo global, un sistema de dominación imperial en que las pugnas geopolíticas y la desigualdad soberana entre Estados nación han hecho de la guerra un dispositivo necesario para la gestión del propio capitalismo, así como sujetos heterogéneos de las relaciones de poder y de las prácticas que los constituyen (Foucault, 2004).

Bourdieu elabora también un saber científico, de marcos de percepción e intervención, en apoyo a la denuncia anterior y, por ello, a favor de los combates progresistas imposibles de desligar de su contexto económico, social y político, y en contra de los poderes protofascistas, neoliberales y neoconservadores de una élite tecnológica que ejemplariza que todo el capitalismo propende, como indica Basu (2013), al «capitalismo del amiguismo», esto es, al «capitalismo mafioso» (Alba Rico, 2017). Una élite tecnológica, por otro lado, que trabaja de manera efectiva contra la regulación global de la economía, además de poner en marcha nuevas formas de manipulación a escala global, como la inteligencia artificial generativa, la neurociencia o la ciencia de redes. Estas herramientas adulteran nuestra mente e influyen en nuestras decisiones políticas y comerciales. En efecto, la manipulación activa difumina el papel de las élites depredadoras en el mantenimiento de las estructuras sociales explotadoras u opresoras que existen en todos los ámbitos de la vida social capitalista. Pero también moldea y acelera el pensamiento y la actuación de los agentes sociales, que destacan por la apelación continua a la meritocracia y a políticas desregulatorias intensas bajo el dogma de la eficiencia de los mercados libres, el cual está tensionando nuestras sociedades «en el sentido financiero, económico, social y ecológico hasta un punto límite» (George, 2010, p. 261).

Con esta apelación se pretende legitimar la creciente concentración de la riqueza e imponer un aumento de las desigualdades —económicas, políticas y sociales (Piketty, 2019)—, más crueles que las que existían «antes de la Segunda Guerra Mundial» (George, 2010, p. 259). Una observación que también engloba al socialismo, ya que «una parte tan grande del “botín” se tiende a acumular bajo un solo techo —el techo del Gobierno—, que este se convierte en un objetivo natural para los saqueadores». Una élite mafiosa «como ocurrió en Rusia, para controlar, consumir y saquear los recursos bajo el control de un gobierno central» (Basu, 2013, p. 241). Según Rushkoff (2023), en Occidente tenemos otra élite depredadora, una tecnológica (Musk, Bezos, Thiel, Zuckerberg…), que, apoyada por una gran maquinaria de beneficios empresariales y de estupefacción colectiva, contempla el futuro digital como una manera de trascender individualmente la condición humana y protegerse, sobre la base exclusiva de sus propios intereses, contra el peligro real y presente del cambio climático, de la subida del nivel del mar, de los grandes flujos migratorios, de las pandemias globales, del pánico nacionalista o del agotamiento de los recursos. Hostigada por esos cambios geopolíticos, la élite apuesta capital de riesgo por su futuro personal, su supervivencia individual, sin ninguna preocupación por construir un mundo mejor o lograr una mejora colectiva. Una élite impulsada también por un deseo vehemente de trabajo «barato y servil», por una intervención, económica y política, cada vez mayor en naciones saqueadas, por establecer acuerdos con dictadores y por apoyar la violación física de la soberanía territorial de esas naciones víctimas del «genocidio estructural».

Como sociólogo, Bourdieu tenía claro que el campo científico era (y es) un círculo social como los otros, si bien dotado de sus propias leyes y, apoyándose en ellas y en «los intereses del conocimiento», demostró continuamente, mediante el rigor de su producción científica, una preocupación por el «genocidio estructural», por el devenir del mundo genocida actual. Esto quedó patente, por ejemplo, en el rechazo que le produce el funcionamiento de los mercados, los cuales, desvinculados de las instituciones para la acción colectiva, generan por doquier desigualdad y pobreza a niveles intolerables. También se revela en su solidaridad «con las poblaciones expulsadas» a causa de la globalización actual, que ensancha cada vez más la brecha de los ingresos entre las personas más ricas y las más pobres, y en su participación en luchas sociales en apoyo y defensa «de su derecho de asilo, así como de su derecho de retorno y de autodeterminación» (Bourdieu, 2023, p. 157).

Las intervenciones públicas de Bourdieu (2023, p. 175) quedan bien reflejadas en la recopilación de manifiestos, conferencias y textos periodísticos que es Pensamiento y acción. Este libro, que enseña a rechazar cualquier sumisión ciega a las creencias establecidas por el neoliberalismo, responde a la globalización y la cultura neoliberal, que coloniza «hasta el último resquicio del mundo humano y especialmente nuestras mentes» (Riechmann, 2015, p. 208). Dicha cultura, de competencia generalizada y mercantilización de las relaciones sociales, ensalza las salidas individuales a los problemas colectivos y culpabiliza a los pobres con una visión puramente económica del mundo político y favorable a la demolición del Estado social, legitimada por la necesidad económica y el orden «natural» del mercado. Una visión, o más bien credo, por otro lado decidida a imponer a los diferentes Estados de la Europa de Maastricht la competencia delirante por la competitividad mediante el refuerzo del «rigor salarial» y la «flexibilidad», y al servicio de las nuevas tecnocracias que imponen sus políticas y sus armas al servicio de la maximización del beneficio, pervirtiendo, entre otras cosas, «el concepto mismo de derecho, en la medida en que establece como criterio superior, al que estarían subordinados todos los demás, “el derecho de vender y comprar” y, por lo tanto, el de “venderme y comprarte”» (Alba Rico, 2017, p. 42).

En contra de estas tecnocracias, Bourdieu (2023, pp. 106-107) plantea que su trabajo

reside no solo en ir en contra de la opinión común y en contra de nuestras propias anteojeras sociales, sino también en utilizar un lenguaje que se oponga a la divulgación de la verdad científica, que es siempre contestataria. Hasta las palabras están preparadas de modo que no se pueda hablar del mundo tal como es.

Se trata, pues, de asumir la doble existencia del mundo social y vincular las percepciones y representaciones de los agentes sociales, lo que ellos piensan y lo que sienten, es decir, las estructuras de su conciencia, con las condiciones sociales y económicas, esto es, las estructuras sociales que constituyen su fundamento, teniendo en cuenta la historicidad tanto de los agentes sociales (su sentido vivido) como de las relaciones objetivadas en las instituciones (su sentido objetivo). Por ello, los sociólogos deben aprehender la razón de ser práctica, captar el sentido, el estado y la historia del juego social, asir la lógica que ha incorporado a lo largo de la trayectoria especifica, que ponen en marcha los agentes que producen o activan sus prácticas actuando en un tiempo y en un contexto social determinados. Estos agentes son el resultado de la relación entre los dos estados de lo social-histórico: lo convertido en «cosas» —las instituciones— y lo convertido en «cuerpo» —las experiencias vividas ligadas a los habitus de clase: esquemas socialmente constituidos de disposiciones a actuar, a pensar, a percibir, a sentir más de cierta manera que de otra, ligados a lo que Bourdieu denomina racionalidad limitada, o sea, definiciones de tipo «lo posible y lo no posible», «lo pensable y lo no pensable», «lo que es para nosotros y lo que no es para nosotros»— (Bourdieu, 1980).

El libro Pensamiento y acción está compuesto de tres apartados. El primero, «Apoyo a las luchas sociales», empieza con las huelgas de noviembre y diciembre de 1995 y concluye en diciembre de 1999, año en el que Bourdieu intervino en un coloquio en homenaje a Karl Kraus. En esta sección, Bourdieu (2023, p. 34) apoya la reivindicación de los movimientos de desocupados, que cuestionan la división neoliberal ente «buenos» y «malos» pobres, entre «excluidos» y «desocupados», entre «desocupados» y «asalariados», y que le permiten exponer la relación íntima e indiscutible entre «tasa de desempleo y tasa de beneficio» (2023, p. 57): de hecho, «cuando se anuncia un retroceso del desempleo en Estados Unidos, caen los índices de Wall Street». Además, en esta sección, Bourdieu (2023, p. 58) analiza cómo en la actualidad las violencias urbanas tienen su origen en el desempleo, en la precariedad social y la pobreza en masa, y afirma «que un asalariado es hoy un desocupado virtual, que la precarización generalizada, la inseguridad social organizada de todos aquellos que viven bajo la amenaza de un plan social hacen de cada asalariado un desocupado en potencia». Bourdieu (2023, p. 70) no ignora tampoco a las otras víctimas de las políticas neoliberales: los extranjeros, víctimas de la xenofobia de Estado y continuamente «amenazados en sus derechos, su dignidad, su existencia misma». Estas políticas, «fundadas en el mito irrealista y liberticida de la clausura de las fronteras» son incluso implementadas por Gobiernos socialistas y se relacionan con la idea de lujo, de gasto innecesario de suntuario o improductivo, al tener, como señala Alba Rico (2017, p. 46), el poder «que hay que tener para demostrar que se tiene poder». Al margen, por otra parte

de toda racionalidad contable —desde la obsolescencia programada de las mercancías hasta la «doctrina del shock», desde la aniquilación de excedentes hasta la producción y uso de armas letales— la que reproduce el sistema en su conjunto. Lo verdaderamente productivo para el capitalismo es el gasto, el desgaste, la destrucción. Eso vale también para el lujo.

En el segundo apartado, «Los medios al servicio de la revolución conservadora», Bourdieu (2023, pp. 89 y 92) expone el poder y los abusos de los medios de comunicación, los cuales, como instrumentos de dominación y manipulación simbólica, se erigen hoy en los «nuevos amos del mundo» con la capacidad de construir una realidad que tiende a establecer el orden, el sentido inmediato de lo existente. Con la capacidad, asimismo, de constituir ese sentido por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar una visión del mundo y, por ello, la acción sobre el mundo y, en última instancia, el mundo mismo. Un poder casi mágico «que permite obtener el equivalente de lo que es obtenido por la fuerza (física o económica), gracias al efecto específico de movilización, que no se ejerce sino si él es reconocido, es decir, desconocido como arbitrario» (Bourdieu, 1999, p. 71). Concluye con lo que revela el poder —y el abuso de poder— periodístico: un «poder de dominación simbólica», que posee el «monopolio de la difamación legítima» y se ejerce en lo cotidiano contra los intelectuales críticos. Esto supone elaborar colectivamente una oposición a ese abuso, asumiendo que

una gran parte de palabras que empleamos casi sin pensar, en especial todos los pares de adjetivos, son categorías de percepción, principios de visión y división heredados históricamente, producidos y reproducidos socialmente, principios de organización de nuestra percepción del mundo social y en particular de los conflictos.

En esencia, la lucha política apunta a conservar o transformar esos principios, «a reforzar o modificar la visión del mundo social». Pues bien, los periodistas desempeñan un papel central en esta lucha, «ya que entre todos los productores de discursos son quienes disponen de los medios más potentes para hacerlos circular e imponerlos. Ocupan de este modo una posición privilegiada en la lucha simbólica por hacer ver y hacer creer». De hecho, entre las cuestiones que dependen de los medios, «figura el manejo de las palabras. A través de las palabras producen ciertos efectos y ejercen una violencia simbólica». Esta se lleva a cabo «en y por el desconocimiento, que se ejerce tanto mejor cuanto menos se enteren de ello el ejecutor y la víctima». Como señala Alba Rico (2017, p. 197):

el problema con nuestros medios de comunicación no es que sean empresas. Es que no son empresas de comunicación. Son subcontratas de grandes corporaciones —de la alimentación al armamento— que incuban sus huevos privados en nuestros espacios públicos, estrechando, cuando no impidiendo, el conocimiento siempre parcial de los ignorantes reales (todos nosotros). Hace ya tiempo que los periódicos y las televisiones se independizaron de los partidos y los gobiernos para depender directamente, como los partidos y los gobiernos, de un sistema económico membranoso dentro del cual los mejores periodistas —nunca los ha habido mejores—, tienen que optar entre la precariedad laboral y el suicidio periodístico.

Por otra parte, Bourdieu termina este segundo apartado (2023, p. 140) exponiendo que en la actualidad presenciamos una lucha de una potencia comercial globalizadora que aspira a expandir universalmente los intereses particulares del comercio y de sus amos, y la resistencia cultural basada en la defensa de las obras universales producidas por la internacional desnacionalizadora de los creadores artísticos, plásticos y literarios, cuyo objetivo es liberar el arte de las presiones del comercio, de todas las fuerzas que se apoyan en la lógica del interés, «del dinero y de los medios». Ahora bien, Bourdieu señala (2023, pp. 135-136) que solo podemos comprender realmente lo que significa la «reducción de la cultura al estado de producto comercial si recordamos cómo se constituyeron los universos de producción de las obras que consideramos universales en el terreno de las artes plásticas, la literatura o el cine». De hecho, «todas las obras expuestas en los museos, todas esas obras de la literatura que se convirtieron en clásicos, todas esas películas conservadas en las cinematecas y en los museos del cine son el producto de universos sociales que se conformaron poco a poco, liberándose de las leyes del mundo ordinario y en particular de la lógica del beneficio». Pues bien, todo esto «es lo que se encuentra hoy amenazado por la reducción de la obra a un mero producto o mercancía».

En el tercer apartado, «Resistiendo a la contrarrevolución liberal», Bourdieu llama a luchar y resistir contra el poder conservador que invade la escena internacional y está arrasando con la política, las naciones, la cultura y el medioambiente. Sin embargo, el interés del autor en esta sección (2023, p. 198) radica en exponer que el neoliberalismo ha transformado «la noción —muy polisémica— de globalización» en sentido común universal y, a la vez, ha hecho olvidar lo que realmente es: una realidad social específica desde el punto de vista histórico, producto «de una política sistemática, organizada y orquestada» que comenzó a fines de los setenta en los Estados Unidos, y «que tenía como objetivo relanzar el alza de las tasas de beneficio sobre el capital y restaurar la posición de los propietarios, de los owners, con respecto a los administradores». Este sentido común universal, que entiende a los individuos como seres racionales y con capacidad ilimitada de tomar decisiones, libres de factores estructurales o relaciones de poder (Popova, 2021), «descansa sobre el poder de universalizar los particularismos ligados a una tradición histórica singular, haciéndolos desconocer como tales», al neutralizar el contexto histórico del que es resultado. De hecho, la noción excepcionalmente polisémica de globalización o mundialización «tiene por efecto, si no por función, ahogar en el ecumenismo cultural o el fatalismo economista los efectos del imperialismo, y hacer aparecer una relación de fuerzas transnacional como una necesidad natural», de modo que se naturalizan los esquemas del pensamiento neoliberal (Bourdieu, 1999, p. 220).

Esta realidad social e histórica, naturalizada, no podía ser más que la sociedad estadounidense de la era posfordista y poskeynesiana, la cual se mueve desde los años setenta según la lógica financiera, independientemente de la lógica industrial, de tal modo que las finanzas apenas ya intervienen en la industria. Un periodo acompañado «por el desmantelamiento deliberado del Estado Social y el vertiginoso crecimiento correlativo del Estado Penal», juntamente con la demolición del movimiento sindical y la dictadura de la concepción de la empresa basada solo en el valor accionario, «con sus consecuencias sociológicas: la generalización del salario precario y la inseguridad social, convertida en motor privilegiado de la actividad económica» (Bourdieu, 2023, p. 199). Por ello, Bourdieu (2023, p. 216-217) asevera que, como investigador, «no es ni un profeta ni un guía de pensamiento». Sin embargo, añade que

debe inventar un rol nuevo que es muy difícil: tiene que escuchar, buscar y crear; debe tratar de ayudar a los organismos que se plantean como objetivo —cada vez más a desgano, desafortunadamente, como sucede con los sindicatos— resistir a la política neoliberal; tiene que ayudarlos ofreciéndoles sus herramientas. Me refiero especialmente a los instrumentos contra el efecto simbólico ejercido por los «expertos» que obedecen a las grandes empresas multinacionales.

Por otra parte, la globalización, como proyecto estadounidense, no supone «una nueva fase del capitalismo, sino una “retórica” que invocan los Gobiernos para justificar su sometimiento voluntario a los mercados financieros». Lejos «de representar —como no se cansan de repetir— una consecuencia fatal del crecimiento de los intercambios exteriores», la desindustrialización, el crecimiento de las desigualdades y la contracción de las políticas sociales «derivan de decisiones internas que reflejan la fluctuación de las relaciones de clase en favor de los propietarios del capital» (Bourdieu, 2023, p. 129). Y son estas relaciones las que imponen una política de despolitización que, con el nombre a la vez descriptivo y prescriptivo de globalización y del mito del libre comercio entre socios supuestamente iguales, hace pasar las exigencias de los poderes económicos transnacionales o, más bien, las exigencias que imponen las relaciones de fuerza entre clases y grupos sociales, por norma universal, que no deja de ser una norma estadounidense, disfrazando de ecumenismo cultural o de fatalismo económico las consecuencias del imperialismo estadounidense y, a su vez, mostrando «la relación trasnacional de fuerzas como una necesidad natural» (Bourdieu, 2023, p. 178).

Esta norma universal impone la lógica brutal de las relaciones de fuerza, de poder, mediante significaciones o relaciones de sentido que llevan a creer y ver su legitimidad, y así desmoviliza prácticas políticas de resistencia e impide que se tome conciencia de que la desmovilización no es más que la interiorización de un conjunto de disposiciones socialmente construidas que, como estructuras estructuradas y estructurantes, constituyen el principio generador y unificador del conjunto de las prácticas y de las ideologías característicamente neoliberales que legitiman los veredictos de una organización social, económica y política que «pretende hacer pasar las exigencias de los poderes económicos transnacionales por norma universal». Contra esta norma, contra la violencia sin rostro de las fuerzas economicofinancieras y de los poderes simbólicos, de reconocimiento y consagración, de legitimidad y de autoridad, que se ponen al servicio de esa norma universal, Bourdieu propone formar una organización permanente de pensamiento y acción política de resistencia a los veredictos de destrucción de todos los sistemas de defensa que protegen las más preciadas conquistas sociales y culturales de las sociedades avanzadas «para comprender que la finalidad es transformar en mercancías y en fuente de beneficio todas las actividades de servicio, incluidas las que responden a necesidades fundamentales como la educación, la cultura y la salud» (Bourdieu, 2023, p. 206).

En este marco emergen las crisis, que tienen que ver con la dificultad «de los ricos para mantener el crecimiento global sin aumentar el sufrimiento y la pobreza particulares. Y, como sabemos, la solución capitalista a la crisis capitalista pasa siempre por tocar, alterar, forzar, reinventar la “naturaleza humana”», que para el capitalismo es el mercado, y que constituye «sin duda el modelo “natural” —la montaña rusa y el bombardeo— que la economía capitalista trata de aplicar a las sociedades humanas». Esta economía se materializa «en sus fábricas, sus campos de refugiados, sus muros fronterizos, sus prisiones; y se manifiesta igualmente —o aún más— en sus centros comerciales, sus parques de juegos, sus aeropuertos, sus programas de televisión, sus estadios deportivos». Del paro, de la emigración, de la vulnerabilidad y del trabajo precario «se huye, como siempre, hacia la religión y los psicofármacos, pero también hacia los placeres industriales que, con arreglo al modelo de la prostitución y el fast food, el capitalismo proporciona, en distinta escala, y por distintas vías, a pobres y ricos por igual» (Alba Rico, 2016, pp. 50 y 17). El capitalismo, a la postre, es el problema; una civilización «que destruye, al mismo tiempo, la naturaleza, la sociedad y la sustancia antropológica del ser humano» (Riechmann, 2015, p. 45).

Ignasi BRUNET ICART
Universitat Rovira i Virgili
ignasi.brunet@urv.cat

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