Milena Popova (2021).
Popova es una activista que se mueve en un espacio de lucha dentro del feminismo, de las distintas olas del feminismo, que es una manera esquemática y simplista de caracterizar los distintos movimientos feministas y las distintas corrientes que coexistían en el interior de cada ola. El feminismo de la primera ola dominó el programa feminista en EE. UU. y Europa desde mediados del siglo XIX hasta 1944; un feminismo por la igualdad de derechos y el control de la natalidad, generalmente liderado por mujeres blancas instruidas de clase media y que exigían el derecho al voto y la igualdad de acceso a la educación y de derechos en el matrimonio.
La segunda ola se configuró en la década de 1960 y criticó el patriarcado —el régimen sociopolítico universal del poder masculino— bajo el eslogan «la mujer no nace, sino que se hace» o «lo personal es político», al considerar que las experiencias personales de las mujeres eran una cuestión política y reflejaban «las estructuras de poder que mantenían a las mujeres oprimidas» (Kindersley, 2020: 112). Esta ola luchó por los derechos reproductivos y en contra de los abusos sexuales, ya sea la violación o la violencia doméstica; además, luchó en contra de la desigualdad mediante el denominado feminismo de la igualdad de derechos en ámbitos como el trabajo asalariado o el trabajo doméstico, también mediante el denominado feminismo de la diferencia, por exigir el derecho de las mujeres a forjar una subjetividad propia y poner en entredicho el falogocentrismo. Ambos feminismos presuponían que «todas las mujeres compartían los mismos intereses. Así, adoptaron la idea de mujer como una categoría universal y terminaron por representar solo lo intereses de la feminidad hegemónica: occidentales, blancas, heterosexuales, cis y de clase media, entre otros factores».
En la década de 1980, se configuró la tercera ola, repleta de corrientes de feminismo crítico (feminismo negro, lésbico, decolonial, posmoderno…), que plantea que el género no es el único factor de opresión o dominación, y que hay que cuestionar «tanto el aspecto dicotómico —sexualizado— como la jerarquía de valores androcéntricos». Porque las mujeres estaban marginalizadas por los procesos de racialización, la orientación sexual, la identidad de género, la clase social, la pertenencia étnica, la discapacidad, entre otros factores; de modo que se hizo necesario visibilizar «la necesidad de problematizar la idea de mujer como categoría homogénea». Pues, bien, el concepto de interseccionalidad plasmó esta idea: que hay múltiples barreras y distintos ejes de opresión que conviven en un mismo cuerpo, «pero que no son sumables, sino que se entretejen y resultan en una subjetividad específica» (Ciccia, 2023: 117).
Entre 1990 y 2010, en medio de una fuerte reacción antifeminista, emergen nuevos feminismos, que tendrán su continuidad hasta la actualidad, críticos con el «discurso científico acerca de la diferencia sexual» y en contra de las naturalizaciones de prejuicios sociales, las cuales son relevantes, como también lo es el rechazo al esencialismo sexual (al no ser el sexo una fuerza natural, sino también otro prejuicio), de la diferencia sexual, (que no es más que una construcción social en torno a las identidades y roles de género, a una supuesta diferencia en la capacidad física y psíquica de hombres y mujeres), de la concepción de la maternidad como aquello consustancial a la mujer (y las que no quieren tener hijos suelen ser calificadas de anormales, egoístas, inmorales o inmaduras). También rechazan la moralidad sexual tradicional, según la cual la actividad sexual solo debe tener lugar en el matrimonio y ser coito pene-vaginal. Una organización de la sexualidad, apoyada en la ideología basada en la distinción entre los ámbitos público y privado, que está en contra de la pornografía (que equipara a la prostitución), que ha de ser además penalizada, y condena todas las variantes de expresión sexual como antifeministas, como la homosexualidad, la bisexualidad, la intersexualidad, el sadomasoquismo o el transgenerismo (González, 2015).
Estas ideas y creencias tradicionales se desestiman en el feminismo prosexo, que, al margen del marco binario sexo-género —marco biologicista, esencialista y universalista que Haraway (1995: 229) ha denominado «paradigma de la identidad de género»—, insiste en la idea de que no hay nada esencial o biológico en ser hombre o en ser mujer. No existe una marcación biológica diferenciada de los sexos que impregne nuestra existencia, la diferenciación sexual de los géneros no es más que una relación de poder (la dominación del macho sobre la hembra), a consecuencia de las tecnologías de control y normalización de los cuerpos.
Estas tecnologías construyen las identidades (de género y de sexo), al igual que los actos performativos, con sus efectos de producción de realidad, constituyen el género, el sexo y la sexualidad; e igual que la heterosexualidad, que no es más que un precepto institucionalizado en el matrimonio y altamente útil al capitalismo, un sistema que se apoya en la diferenciación sexual binaria y está en el matrimonio como institución garante de su reproducción social. Se trata de un capitalismo que ha convertido el culto al cuerpo en algo funcional a sus intereses, en un negocio de lo más lucrativo en el mundo y en una cuestión de clase al ligar la prolongación de las vidas humanas mediante las innovadoras tecnologías médicas al estatus social, «en el sentido muy amplio de autogobierno, empoderamiento social, recursos intelectuales y autoestima», y todo eso acaece en una sociedad que todavía es sexista y masculina. Un ejemplo de sociedad vanguardia del capitalismo es la japonesa, que ha creado una industria del sexo que se ha emancipado de los cuerpos, «esas criaturas tan inmanejables, tan incómodas, tan exigentes, tan imprevisibles», mediante la creación de «una sociedad de perezosos masturbadores que pagan para no tener que ocuparse de sus mujeres o de sus novias; que pagan para emancipar su propio placer de cualquier contacto exterior», de cualquier mediación propiamente humana (Alba Rico, 2017: 60-61).
Dicho feminismo entiende que toda actividad sexual (sadomasoquismo, pornografía, sexo casual, relaciones intergeneracionales o juegos de roles sexuales) ha de ser consensuada, sea una práctica sexual convencional o no; y plantea «que siempre el consentimiento, y solo el consentimiento, constituye a los sujetos» (Butler, 1997: 13). Así, su constitución conlleva la formación colateral de lo excluido o lo abyecto. Es un feminismo que nos alerta «frente a los peligros de entregar el poder de la representación de la sexualidad a un Estado también patriarcal, sexista y homófobo»; que veía y ve «en la representación disidente de la sexualidad una ocasión de empoderamiento para las mujeres y las minorías sexuales». Un feminismo que ve el dispositivo pornográfico y lo que actualmente denominamos pospornografía como un espacio de lucha dentro del feminismo con el objetivo de producir otras representaciones de los cuerpos, sexualidades, géneros y deseos contrahegemónicos. En este sentido, la pospornografía no es más que el nombre «de las diferencias estratégicas de crítica e intervención en la representación que surgirán de la reacción de las revoluciones feministas, homosexuales o queer frente a estos tres regímenes pornográficos (el museístico, el urbano y el cinematográfico) y frente a las técnicas sexopolíticas modernas de control del cuerpo y de la producción del placer, de división de los espacios privados y públicos y del acceso a la visibilidad que estos despliegan» (Preciado, 2004: 43).
El feminismo prosexo se ha inspirado en la idea del feminismo radical acerca de la dimensión política de la sexualidad y critica la igualación, en el orden simbólico, entre pornografía y prostitución, por tanto, también el abolicionismo y la censura pornográfica, así como la pretensión de convertir el feminismo en una nueva normativa moral que considera el poder patriarcal y masculino un factor de estructuración de la semiótica visual de la pornografía que transforma el cuerpo femenino en objeto de placer sexual (Preciado, 2003). Rechaza el esencialismo sexual, la naturalización de la sexualidad, que, para Foucault (2021: 148), es en realidad «la ideología de la ciudad. En el momento en que se hace del matrimonio un contrato y un acto civil». También desculpabiliza el placer en cualquiera de sus formas sexuales y defiende la libertad sexual, una práctica social que resulta ser un componente importante de los seres humanos y que coloca el consentimiento en el centro de la libertad sexual.
Este feminismo ve como característica de la sexualidad (ya sea en pareja, en solitario o con varias parejas; en una relación monógama o abierta) su aspecto potencialmente liberador, que tiene que ver con el intercambio de placer entre personas con capacidad de consentimiento. Incluso la forma en que hablamos del género, del sexo y de la sexualidad tiene que ver con el consentimiento, con la forma en que se negocia en la practica el consentimiento sexual. Popova (2021: 137) se plantea esta cuestión a raíz de la campaña #MeToo de 2017, compuesta originalmente por mujeres jóvenes de color, en contra de la violencia sexual y en apoyo de sus víctimas, y con un marcado carácter de género. La campaña dio visibilidad, por otra parte, al predominio en Occidente de las altamente documentadas relaciones sexuales no deseadas. Fue también una campaña mundial en apoyo de las también documentadas acusaciones de violación, agresión y acoso sexual en contra de personas de alto nivel de todos los ámbitos de la vida, como el productor de cine de Hollywood Harvey Weinstein, y en una cultura de la violación que, por sistema, «no cree a las víctimas de violencia sexual». Por lo demás, «el sitio web Me Too refleja que, desde 1998, más de diecisiete millones de mujeres han informado de una agresión sexual». Un estudio del Financial Times, realizado tras las acusaciones contra Weinstein, «halló más de cuarenta casos de hombres de alto perfil, de la política, las finanzas, la tecnología, los medios, la industria de la música y el espectáculo, acusados de delitos sexuales» (Kindersley, 2020: 326).
Apoyándose en esta campaña, Popova (2021: 47) escribe un libro sobre la relevancia del consentimiento, de la negociación del consentimiento en las interacciones sexuales e interpersonales. Una negociación complicada en términos prácticos; por un lado, debido a la dominación histórica de una cultura de la violación que plantea el consentimiento exclusivamente como una cuestión jurídica-penal y una cuestión que se resuelve mediante una transacción contractual; por otro, a consecuencia del poder que opera a través de los discursos dominantes sobre el género, el sexo y la sexualidad en nuestra sociedad occidental, que han moldeado y construido a los sujetos, en el sentido en que han construido la manera como estos conciben el sexo, la sexualidad y los roles de género. De hecho, el poder determina «las formas en que nos vemos a nosotros mismos o queremos que otros nos vean; los recursos a los que tenemos acceso para nombrar nuestras experiencias y deseos (o la falta de ellos); las ideas dominantes acerca de lo que cuenta como sexo, quién debería tener sexo y lo que este significa en nuestra sociedad; todo funciona sutilmente para hacer que algunas elecciones sexuales sean más fáciles que otras: de este modo, la operación del poder no solo nos impide hacer ciertas cosas. Más bien es productiva: construye y produce sujetos, cuerpos y prácticas. Opera de forma multidireccional y no de arriba abajo. No lo ejerce el Estado, sino cada uno de nosotros sobre los demás y sobre nosotros mismos, de maneras muy distintas, competitivas y contradictorias».
El consentimiento sexual constituye un tema que en la cultura popular brilla por su ausencia y que, cuando se tiene en cuenta, está repleto de «demasiados» mitos en torno al sexo y el consentimiento. Mitos muy extendidos que refuerzan y reflejan actitudes sociales respecto a lo que es y no es sexo, y a lo que requiere o no consentimiento. Por ejemplo, las definiciones legales de violación que se centran básicamente en el coito pene-vaginal y lo privilegian. De este modo, se limita el consentimiento casi exclusivamente a la penetración y el coito pene-vaginal y a que los participantes son un hombre cisgénero y una mujer cisgénero, cuando pueden ser trans o no binarios, o bien dos hombres o dos mujeres cis; también puede haber más de dos personas, que uno de los participantes sea discapacitado o podemos disfrutar y excitarnos con toda una serie de cosas que normalmente no forman parte del guion estándar (como ver al otro masturbarse o usar juguetes sexuales). Igualmente, podemos no disfrutar o sentirnos incómodos con parte o incluso con todo el guion estándar (está bien que no nos guste o no queramos sexo con penetración); o «que el sexo no termine con el orgasmo de los hombres cisgénero (ya sea porque se aburren antes de llegar, porque las actividades sexuales pueden continuar después o porque la otra persona retira su consentimiento por cualquier motivo)»; o ni siquiera implicar «necesariamente a más de una persona (a veces el aprendizaje de la autonomía corporal puede empezar e incluso terminar con la masturbación y eso también está bien)» (Popova, 2021: 54).
Por otra parte, el libro de Popova (2021: 18-19) está escrito desde la perspectiva de la autonomía corporal, que significa respetar la voluntad de autonomía propia y la de la otra persona; significa «tratar a la pareja con el cuidado y la consideración que se merece cualquier persona y ser precavido cuando no está claro si a la otra persona le gusta lo que está haciendo». A partir de esta perspectiva, se presenta un conjunto de ideas feministas sobre el consentimiento, sobre que la sexualidad es y debe ser algo mutuo y ha de estar basado «en el respeto entre seres humanos iguales». Porque el sexo no es ni debe ser un ejercicio egoísta que consista en utilizar el cuerpo de otra persona para la satisfacción propia, una forma de prostitución que apela a los estereotipos de género, que refuerza las creencias de que las mujeres son los juguetes de los hombres.
El libro se compone de siete capítulos. El primero —Introducción—, plantea que el motivo de este libro es que no tenemos una idea clara e indiscutible en Occidente (América del Norte, Europa Occidental y, en menor medida, Australia y Nueva Zelanda) de cómo ha de ser, o más bien es, el consentimiento sexual; y que tampoco es algo que se valore «universalmente y por igual». Motivo que da cuenta de cómo el consentimiento se ha convertido en una «herramienta cada vez más útil no solo para la gestión de nuestra práctica sexual, sino también para cuestionar todas las formas en que nuestra cultura apoya y permite la violencia sexual», como violencia de género que es. También plantea la posibilidad de dejar de pensar «en el consentimiento como algo que ocurre entre individuos en una situación específica y empezar a verlo como algo enmarañado en estructuras sociales, costumbres culturales y complejas maniobras de poder» (Popova, 2021: 20).
Este planteamiento permite entender «el poder, los flagrantes abusos sexuales» que efectúan personas poderosas de todos los ámbitos. Personas que no pueden entender que las mujeres (u otras personas) a las que están atacando no dan su consentimiento. Este poder (que viola o socava el consentimiento y que puede ocurrir entre personas del mismo género, que los hombres y las personas no binarias también pueden ejercer, y que también lo pueden cometer las propias mujeres y no únicamente los hombres) se aborda en un entorno occidental de violencia de género muy generalizada, de omnipresencia de la violencia sexual, de convenciones que imponen en nuestra sociedad una cultura de la violación (y los mitos de ella).
Esta cultura hace referencia a «un conjunto de ideas, prácticas y estructuras de nuestra sociedad que facilitan que los perpetradores cometan una violencia sexual y dificultan que las víctimas se expresen o que se haga justicia. Algunas son ideas sobre el género y la sexualidad (no hay más que pensar, por ejemplo, en que tendemos a ver a los hombres como sexualmente activos y a las mujeres como sexualmente pasivas, y a estigmatizar como ‘putas’ a las mujeres que no se ajustan a este estereotipo)» (Popova, 2021:25). Estas ideas se deben a que vivimos en una sociedad patriarcal en la que las mujeres, por el solo hecho de ser mujeres, sufren actos de violencia de género que se invisibilizan, justifican y normalizan en la actualidad, sobre la base neoliberal de que todo lo que acaece es voluntario, producto de la libre elección individual de cada ser humano, sea hombre o mujer.
Una cultura de la violación es una cultura que no respeta la autonomía corporal, las decisiones de consentimiento de los demás, y que ha convertido la violencia sexual en un problema auténticamente sistémico. Para Popova (2021: 22), el sexo es una experiencia gozosa de la que todo el mundo puede y debe disfrutar, pero una experiencia dependiente del consentimiento individual, «de la agencia de las mujeres en la negociación del consentimiento sexual»; y una experiencia que no ha de reproducir las convenciones de la actual cultura de la violación y, en concreto, las estructuras de poder en las que se apoya, ya sea el patriarcado, el racismo, la supremacía blanca, la cisnormatividad, la heterosexualidad obligatoria, el capacitismo o el propio capitalismo. Por ello, Popova (2023: 24) se centa en las víctimas de acoso y violación, en las victimas de la cultura de la violación, asumiendo que «el sexo, más que un proceso lineal que nos lleva de A a B, es un espacio de posibilidades para la exploración y el disfrute de los participantes. Los penes no tienen por qué entrar en las vaginas; los dedos pueden entrar en los anos; se pueden utilizar la boca y los juguetes sexuales de múltiples formas originales y excitantes; tu género o tu configuración genital no definen en absoluto el papel que puedes adoptar o las actividades que puedes realizar durante el sexo; puede ser una experiencia de todo el cuerpo. Por tanto, debemos pensar en la negociación del consentimiento como la exploración de ese espacio. Entre las muchas cosas que dos personas pueden encontrar sexualmente placenteras, puede haber alguna coincidencia, y la negociación del consentimiento consiste en encontrarla. Pero también es importante darse cuenta de que puede no haber coincidencia, por numerosas razones. Es posible que una persona no sea correspondida. Puede que no comparta intereses sexuales con esa persona que le gusta. También puede ser que sí le corresponda, pero que no quiere hacer ninguna de las cosas que le propone (o viceversa). En todos esos casos, la autonomía corporal, el consentimiento y la consideración hacia el otro son primordiales, y no es no».
El segundo capítulo —Primero el consentimiento— explora los diversos modos de ver el consentimiento y la forma en que se ve afectado por la cultura de la violación y la legislación. Sin embargo, antes, Popova (2021: 27-45) elabora el principio clave en el que se apoya su análisis del consentimiento: el principio de la autonomía corporal. Se trata de un principio que, aunque muy discutido y en evolución constante, se refiere a «la idea de que podemos decidir lo que hacemos con nuestro cuerpo, lo que le sucede, quién más tiene acceso a él y cómo se consigue y se ejerce ese acceso. Cada individuo debe poder tomar estas decisiones sin presiones externas, coacciones, ni la intervención de otras personas que tengan poder sobre él». El ejercicio de la autonomía corporal, que jurídicamente está muy lejos de ser universal, «puede abarcar desde la vida cotidiana hasta las interacciones con una amplia gama de instituciones y prácticas sociales como la atención médica, los derechos reproductivos e incluso la muerte». Asimismo, bajo la denominación de autonomía relacional, no desliga la autonomía corporal del contexto social ni de las relaciones que mantenemos con los demás.
La historia del desarrollo de este principio hasta hoy no es en absoluto lineal, pero en su historia se observan cuatro amplias tendencias: 1) la tendencia del feminismo radical (1960-1980), que plantea que el consentimiento libre y sin coacción carece de sentido en un contexto en el que se dan continuas asimetrías de poder entre los sexos-géneros; 2) la tendencia que entiende el consentimiento como no es no (1980-1990) y que, a diferencia de la anterior, se centra en la actuación y negociación personal del consentimiento entre individuos. Un elemento clave para hacer frente a la violencia de género, a pesar de que haya acciones sexuales que se interpretan en un marco contractual de consentimiento y que condiciona lo que pensamos y decimos «sobre situaciones de carácter sexual, y en la forma en que las leyes las interpretan»; 3) la tendencia que entiende el consentimiento como el sí es sí (2000-2010), que subrayar la necesidad de un sí claro y bien articulado, y que hace recaer en los «hombres la responsabilidad no solo de respetar un no claro, sino también de garantizar que su pareja desee el sexo realmente y con entusiasmo, así como que pueda expresarlo», y 4) la tendencia crítica con el sexo —o las posturas feministas críticas con el sexo— (2010-2020), esta retoma del feminismo radical el papel que las estructuras y los desequilibrios de poder juegan en relación con la negociación del consentimiento y trata el papel que los hábitos culturales y las ideas y creencias dominantes sobre el género y el sexo en Occidente ejercen sobre el consentimiento.
Dichos hábitos, ideas y creencias moldean nuestra forma de pensar y de actuar sobre el sexo, el género, la violación y el consentimiento. Por ejemplo, «la suposición de que el sexo —y, por tanto, la violación y otros tipos de violencia sexual— se produce entre un hombre cisgénero sin discapacidad y una mujer cisgénero sin discapacidad. En este modelo de violación, reflejado, «por ejemplo, en las definiciones de violación que se centran en la penetración de la vagina con el pene, el hombre es siempre el agresor y la mujer la víctima. El acto del coito pene-vaginal se privilegia, legal y culturalmente, como el único acto sexual que requiere consentimiento». Esta construcción discrimina a los grupos que no encajan en la normativa cisexual y heterosexual, como las personas transgénero, intersexuales o aquellas que se salen de la norma alosexual y heterosexual; o las personas, como las discapacitadas, cuyos hábitos sexuales difieren de la norma centrada en el coito.
Todas estas personas quedan excluidas del discurso cultural y del jurídico cuando «se trata del consentimiento y la violencia de género». Este discurso es reflejo de los mitos que nuestro entorno cultural y nuestro poder judicial han fomentado, como el mito de la violación por parte de un desconocido, el mito de que siempre las mujeres oponen una resistencia simbólica o el mito de que los perpetradores de actos de violación son grupos específicos y altamente discriminados, como los grupos racializados o los grupos indígenas; y así reproduce la cultura de la violación y limita «nuestra capacidad para negociar libremente el consentimiento». Esta cultura de la violación y sus mitos, que favorecen o benefician en gran medida a mujeres privilegiadas, la legislación y la manera como se define exactamente la violación tienen un papel clave en su reproducción; es decir, en la reproducción de los valores y actitudes dominantes sobre el sexo y el género. Así, teóricos y activistas feministas argumentan que la legislación, por no reflejar la experiencia sexual y desempeñar un papel clave en la configuración del modo en que pensamos en el consentimiento (y, en consecuencia, en cómo nos comportamos), no es adecuada para abordar «la inmensa complejidad de la sexualidad humana», sino que se requieren otros métodos de justicia que estén por encima de la justicia legal, que de forma estructural perjudica a los grupos discriminados, como es la «justicia restauradora y transformadora» (Popova, 2021: 43-45).
En los capítulos tres —Negociar el consentimiento— y cuatro —Sexo y poder. Entre el sí y el no— Popova (2021: 48) estudia cómo funciona en la práctica la negociación del consentimiento y la forma en que las acciones del poder, las desigualdades estructurales y las relaciones asimétricas de poder de la sociedad occidental moldean, afectan a nuestros deseos y comportamientos, y así limitan la capacidad de las personas «para negociar y dar su consentimiento libremente». No obstante, lo que de hecho expone Popova es cómo sería la negociación del consentimiento en un mundo ideal, libre de relaciones de poder y prejuicios sobre lo que es el sexo, «un mundo en el que todos tuviéramos menos reparos a la hora de expresar nuestros deseos o de decir no cuando nos sentimos incómodos en algo». Por eso, en el capítulo tercero expone algunos de los conceptos clave de la negociación del consentimiento (ya que se puede pedir el consentimiento de maneras muy distintas, tanto verbalmente como con el cuerpo) y cómo navegar exactamente por este espacio de posibilidades con nuestras parejas respetando la autonomía corporal del otro. Esto lleva a Popova (2021: 53) a cuestionar el modelo contractual del consentimiento, vinculado al tan arraigado guion sexual dominante centrado en el coito pene-vaginal, porque hay mucha presión para seguir este guion, «independientemente de los deseos de los involucrados». El modelo contractual está asociado «a la idea de que ciertas acciones —sin relación con el sexo— de un miembro de la pareja generan una obligación para el otro de participar en la actividad sexual. Aunque esta idea está muy extendida en nuestra cultura, es incompatible con el principio de autonomía corporal», porque para que sea válido un consentimiento también debe ser continuado en el tiempo. En otras palabras, se puede cambiar de opinión sobre lo que se está haciendo en cualquier momento de una situación de carácter sexual, «por cualquier motivo y retirar el consentimiento». Popova (2021: 64) argumenta que, en la actualidad, no es así, «ya que los mitos de la violación, como el de la resistencia simbólica al sexo, siguen estando muy extendidos culturalmente y son ampliamente utilizados por los abogados defensores en el sistema de justicia penal. Interpretar el sexo como una transacción contractual que fomentan las aplicaciones de consentimiento no favorece que haya una comunicación abierta y honesta, ni que se escuche lo que dice la pareja y se garantice su bienestar, ni la confianza en que se respete la retirada del consentimiento».
En primer lugar, a efecto de poner de relieve como el funcionamiento del poder a través del discurso moldea o, más bien, construye nuestro comportamiento sexual y para explicar por qué algunas personas pueden optar por consentir relaciones sexuales no deseadas, Popova (2021: 71-91) identifica —al estudiar las ideas dominantes sobre sexo heterosexual y relaciones en las que participan un hombre y una mujer— tres discursos claves que conforman la visión usual y dominante del sexo y de los roles de género en el sexo: 1) el discurso del impulso sexual masculino (o lujuria), que nos dice que el sexo heterosexual en pareja es una necesidad para los hombres, que es un deseo incontrolable e insaciable; una necesidad que explica el poco control sobre sus deseos que poseen los hombres; 2) el discurso de «tener y proteger» a los hombres, que nos dice que a las mujeres les interesa menos el sexo que a los hombres, pero, en cambio, tienen un gran interés en la relaciones románticas estables y a largo plazo, lo que las convierte en las guardianas del sexo; 3) el discurso permisivo que tiene su «origen en las ideas sobre el amor libre y la expresión sexual que surgieron en la década de 1960», y al igual «que el discurso del impulso sexual masculino, el discurso permisivo considera el sexo y la sexualidad como algo natural y biológico».
En segundo lugar, plantea Popova (2021:79-89) que, desde un enfoque sociológico, la sexualidad se practica determinada o condicionada por la existencia de guiones, es decir, que seguimos un guion cuando definimos o practicamos el sexo y reflexionamos sobre cómo funciona; y que los guiones son construcciones discursivas del sexo y la sexualidad que moldean la agencia y la autonomía individuales, construcciones especialmente perjudiciales para aquellos a los que se discrimina o excluye. Por ejemplo, las culturas «occidentales de principios del siglo XXI tienen ciertos guiones sexuales dominantes. Estos guiones están muy marcados por el género, así como por la cis y la heteronormatividad». Tendemos a definir el sexo como el coito pene-vaginal que se produce entre un hombre y una mujer cisgénero. Vemos a los hombres «como los que toman activamente la iniciativa y a las mujeres como las guardianas pasivas. Solemos situar el punto de partida del sexo en los besos y las caricias, y el punto final en la eyaculación de un hombre cisgénero; y entre estos dos puntos hay una clara línea de progresión». En el guion hay cierto margen para algunas cosas: «el sexo seguro y los tipos de relación, pero en nuestra cultura, en general, es así como pensamos en el sexo». Pues, bien, las personas queer (lesbianas, gais, bisexuales, transexuales, intersexuales, asexuales, arrománticos) no encajan en el anterior guion sexual: un guion alosexual, cis- y heterosexual, y que claramente no es universal; que solo articula la idea de la sexualidad heterosexual obligatoria y que no es más que el dispositivo o mecanismo de control a través del cual opera el poder. Por ello, la manera en que definimos «lo que cuenta como sexo y cómo debe progresar un encuentro sexual nos presiona para tener sexo de una manera concreta que no funciona para todos». Además, pone de manifiesto que es la sociedad la que determina nuestras opciones sexuales y posibilidades de actuación sexual, es imposible desligar «nuestras decisiones y elecciones aparentemente autónomas de nuestro contexto social». Así, «algunas filosofas feministas han desarrollado la idea de autonomía de manera que tenga en cuenta las interdependencias y las relaciones interpersonales, así como otros factores externos, como nuestras circunstancias sociales y materiales, que pueden condicionar nuestra elecciones y acciones».
El capítulo quinto —Cultura y consentimiento— muestra cómo, en el aprendizaje de los guiones sexuales dominantes (o posiblemente alternativos), la cultura popular, las novelas románticas populares, los libros de consejos sexuales o los propios medios de comunicación han desempeñado un papel clave en la formación de nuestras ideas sobre el sexo, la sexualidad y el consentimiento, y concretamente nuestras ideas sobre la pornografía, que la asocia a la violencia sexual y a encuentros no consentidos. Sin embargo, la representación de pornografía en la pornografía queer, feminista, ética y centrada en el consentimiento no es ni monolítica ni universalmente dañina, como se la representa en la pornografía mainstream. De hecho, ver y relacionarse «con ella puede ser una experiencia compleja y de múltiples niveles para cualquiera». Así pues, «algunos tipos de pornografía, para algunos espectadores, pueden reproducir los guiones sexuales dominantes que sostienen la cultura de la violación. Sin embargo, otro tipo de pornografía, para ciertos espectadores, puede ser enormemente empoderador. Puede reflejar nuestras identidades y experiencias, ayudarnos a explorar nuestra sexualidad, ayudarnos a ejercer la agencia sexual y la autonomía corporal y desafiar y reescribir los guiones dominantes de qué es el sexo y cómo debería funcionar». De hecho, la representación de la diversidad sexual «en la pornografía feminista y queer de producción independiente puede tener efectos positivos en las mujeres y en el público queer, reforzando la confianza de los individuos en sus propios deseos y proporcionándoles nuevos enfoques para negociar el consentimiento» (Popova, 2021: 99-101); y en último término para cambiar de una cultura de la violación a una cultura del consentimiento sexual que todavía es un tema «espinoso en nuestra cultura y en nuestra sociedad».
El capítulo sexto —Consentimiento: conocimiento y activismo— explora de dónde procede el pensamiento de vanguardia sobre el consentimiento en la actualidad; un pensamiento que desafíe los discursos y guiones dominantes sobre la sexualidad obligatoria. Para eso se requiere de una actuación y un conocimiento colaborativo y consensuado; un entorno colaborativo, comunitario, solidario y compasivo, que no se ampare o no abogue por un activismo legislativo ni por acudir a la policía, ya que en muchos países occidentales se vigila policialmente en exceso y se encarcela en mayor proporción a las minorías sexuales y a las comunidades racializadas.
De ahí que en las comunidades queer y en el feminismo interseccional se opte por eliminar las cárceles y plantear que se puede gestionar la violencia sexual y las violaciones del consentimiento sin que intervenga la ley. De esta manera, se busca poner en práctica procesos fundamentales basados en los ideales de una justicia restauradora, un proceso de rendición de cuentas que sustituye al juicio penal y que resulta ser un marco en evolución para reparar cualquier «daño causado por una transgresión en lugar de castigar al autor», lo que se hace «a través de procesos voluntarios que fomentan el diálogo y la comprensión al tiempo que proporcionan apoyo a todas las partes implicadas».
Se trata de poner de relieve «que el aprendizaje sobre el consentimiento y la eliminación de la cultura de la violación es un esfuerzo de toda la vida para todos nosotros; y que todos tenemos el potencial de cambiar y mejorar nuestro uso del consentimiento», entendido como «una negociación entre seres racionales y no gravados por las relaciones de poder», como sucede dentro del marco cisgénero y heterosexual, que suele mostrar diversos tipos «de cuerpos que se suelen desexualizar o hipersexualizar». Fuera de este marco, hay una comunidad, la denominada comunidad fanfiction o fanficción, que produce relatos pornográficos y los utiliza para reflexionar sobre el consentimiento, desde una perspectiva de las sexualidades femenina y queer, y que no se apoyan en ningún guion sexual cis- y heteronormativo. Concretamente, la fanficción constituye «una herramienta para reflexionar sobre todo lo relacionado con el consentimiento prestando especial atención a la experiencia interna y emocional de la sexualidad». Así, la fantasía sexual «se convierte en una forma de explorar opciones, de hacer visibles las estructuras sociales y los guiones por defecto, y de ofrecer posibles alternativas que nos permitan construir una cultura del consentimiento» (Popova, 2021: 124-135).
En el capítulo séptimo — #MeToo. Ahora, ¿qué? — Popova se pregunta (2021: 138-148:) cómo se puede desmantelar la cultura de la violación, cómo construimos una cultura del consentimiento o cómo producir un cambio que nos lleve de una cultura de la violación a una cultura del consentimiento. Son preguntas que requieren, para desmantelar la cultura de la violación y la omnipresencia de la violencia sexual, asumir que esta cultura se sustenta en factores legales y culturales. Incluso «hemos visto que las feministas expertas en cuestiones jurídicas llevan mucho tiempo explicando que la legislación trata la violación como un delito contra la propiedad, como una acción que atenta contra nuestra autonomía, integridad y humanidad», por lo que urge una reforma legislativa, una reforma del sistema de justicia penal, una reforma de la práctica jurídica que tenga en cuenta que el poder judicial reproduce no solo las ideas dominantes sobre género y la cultura de la violación, sino también otras formas de opresión existentes, como el racismo, la heteronormatividad, la fobia contra las personas queer, etc. Es necesario entonces tomar medidas, como centrarse en la justicia transformadora, para tratar cuestiones de violencia sexual; y que las definiciones de violación y otros delitos sexuales se centren en el consentimiento y tengan en cuenta las realidades de la negociación del consentimiento y el funcionamiento del poder en nuestra sociedad occidental.
Al mismo tiempo, hay que asumir que en nuestra cultura son omnipresentes «los mitos de la violación, el sobrepasar o ignorar los límites, la información sobre lo que es el sexo “normal”, quién puede tenerlo y cómo. En algunos casos, coartan claramente el significado y la libertad del consentimiento», el cual debería impregnar nuestra vida en situaciones e interacciones cotidianas, como la forma en que interactuamos con nuestros grupos de amigos y nuestra familia, con nuestros colegas y con completos extraños. Por eso, se debería educar en el principio de la autonomía corporal y el consentimiento, llevar nuestra concepción del consentimiento más allá de lo sexual, y desmantelar el manejo del poder a través del discurso «que apuntala la cultura de la violación, como entender mejor cómo funciona la sexualidad obligatoria y como se utiliza contra grupos discriminados», y entender cómo está arraigada la cultura de la violación en nuestras estructuras sociales y de poder; y así poder entender de dónde puede venir la resistencia a un cambio de la cultura de la violación, dada su ubicuidad, a una cultura del consentimiento. En este sentido, el movimiento #MeToo es todo un indicador de cómo se mueve este cambio cultural. Como indica Popova (2021: 156), este movimiento «es una expresión del ímpetu acumulado durante décadas de activismo feminista. Ha alertado a la opinión pública de la omnipresencia de la violencia sexual y de cómo nuestra cultura la permite y reproduce a diario. Al mismo tiempo, este y otros activismos feministas a lo largo de los años han apuntado hacia lo que podría ser una cultura del consentimiento y han destacado la necesidad de una reforma legal y cultural, así como el apoyo a las víctimas y supervivientes de la violencia sexual».
Ignasi BRUNET ICART
Universitat Rovira i Virgili
ignasi.brunet@urv.cat
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